-Los la servidumbre, se veían armonizadas por la clara y espléndida interpretación de “Para Elisa” de Beethoven. La bella Elisa la interpretaba como si hubiese sida lluvia golpeaba los cristales. La mansión era una nube de penumbra. Las notas del piano todo lo invadían, hasta el último rincón. Las buhardillas donde tenía sus aposento compuesta para ella. Desde niña la hizo suya, como si un enamorado anónimo la hubiese compuesto para ella loco por un amor sin límite. Venían a su recuerdo los años de su infancia. Veía sus rizos dorados, cuidados con esmero, caer sobre sus ojos con el impulso de su menudo cuello movido al son de los compases, y, tratando de llegar con sus deditos a las teclas precisas para dar vida a su composición favorita, que llevaba su mismo nombre.
Ahora, en sus años de adulta, siempre que la lluvia golpeaba los cristales,
sentía nostalgia y pretendía revivir los momentos que, a pesar del tiempo
transcurrido, guardaba en lo más profundo de su corazón.
¿Por qué acudía la nostalgia cuando
la lluvia golpeaba los cristales? Vivía en la tierra donde el sol tiende su
hogar. Era extraño ver un día lluvioso…, un día gris.
Dejó el piano en reposo y subió
por la escalinata rozando con el bajo de su larga bata de terciopelo azul la
alfombra roja que cubría los peldaños. De frente se encontraba la capilla donde
una imagen de la “Purísima” presidía el altar cubierto con fino paño de hilo bordado
primorosamente por ella. Se arrodilló en el reclinatorio de nogal tallado.
Se dispuso a meditar, como tenía por costumbre, ante la Virgen a la que tenía gran devoción. Hizo
balance de su vida. Las lágrimas se agolparon en sus ojos pugnando por salir
como un torrente.
Se había casado con Ernesto abandonando su carrera musical, su familia, sus amigos. Lejos de su tierra tenía todo cuanto pudiera desear la más exigente de
las damas; pero los hijos no habían llegado. Rezaba y pedía sin que sus
plegarias fuesen escuchadas. Pasaban los años y la bella Elisa, rica en virtudes
y en bienes, no veía realizado su más ferviente deseo: ser madre.
Dedicaba su tiempo y su dinero a
la caridad y la oración. Sus servidores la adoraban, y se apenaban viéndola
languidecer de pena y de nostalgia. Ernesto pasaba largas temporadas de viaje.
Apasionado por la Arqueología, sus viajes a lo largo del mundo duraban meses y
meses. Tenía obsesión por el mundo hispano. Sus temores de no volverlo a ver la tenían al borde de la
depresión. Los momentos de meditación se
vieron interrumpidos: Ernesto había vuelto de su viaje. La calesa que le trajo
desde el puerto traía dos ocupantes, Ernesto había invitado a un colega compañero de trabajo. Los servidores los
atendían y corrían a dar la noticia a la señora.
Avisada por Marcela, su doncella,
Elisa se dispuso a vestirse adecuadamente para recibir visita. Al cruzar la
escalinata los vio. En lo alto, parada en el rellano, parecía algo irreal. Con
su melena de bucles dorados, su bata de terciopelo azul contrastando con el
rojo de la alfombra que cubría los peldaños, parecía un cuadro de Goya.
Williams, el invitado, ya nunca podría
apartarla de su mente. Sus ojos verde claro se abrieron desmesuradamente
quedando fijos en su imagen, y le pareció tan bonita, que ya jamás la podría olvidar.
El invitado de Ernesto, de mediana
edad, pertenecía a la nobleza inglesa. Hombre de gran cultura y modales
refinados, tuvo un comportamiento exquisito con su anfitriona. Esa misma noche,
Ernesto fue reclamado para unos asuntos urgentes que no admitían demora y Elisa
hubo de atender a su huésped. Cenaron en soledad. La cocinera de la casa puso a
prueba sus artes culinarias y toda la servidumbre hubo de comportarse con la
precisión que su ama les había enseñado.
También Elisa sacó a colación su
esmerada educación. A pesar de que Williams
hablaba castellano, todo lo comentado durante la cena fue en perfecto
inglés.
Entre otras cosas, hizo ella
comentarios con respecto a su última ocupación. Casi estaban concluidas unas
viviendas que ella donaba al pueblo para que nadie se viese sin un techo donde
cobijarse.
Williams no entendía cómo Ernesto
podía dejar en abandono a una mujer como la que tenía en casa.
Esa noche Ernesto no visitó el
dormitorio conyugal. Las siguientes tampoco. Siempre había algún imprevisto. Elisa no podía disimular
la humillación que sentía ante su huésped, que bien a las claras, se percataba
del hecho. Una noche de luna llena, mirando por el balcón, la vio pasear por el
jardín como un hada sin varita y sin luces. Sus sentimientos se agolparon de
pronto en un afán de verla sonreír y salió a su encuentro.
La sorprendió. Se le acercó con
sigilo, y poniendo sus manos sobre sus
ojos, le susurró en inglés:
You´ll never be alone because I am with you
Ella quedó perpleja. Veía al
hombre enamorado y solícito. Sintió una conexión con su yo que nunca antes
había sentido. La noche anterior tuvo
un sueño: los llantos de un bebé la despertaron sobresaltada. No supo cómo,
pero los brazos y las caricias de Williams le hicieron sentirse cerca de Dios
de un modo místico que nunca podría olvidar.
Ernesto ni se percataba de lo que
sucedía en su hogar. Los asuntos que era preciso resolver antes de marchar de
nuevo le tenían tan absorto, que agradecía a su mujer que atendiera por él a su
invitado.
Llegó el día de la partida. Dio un
beso en la mejilla a Elisa, le dio permiso para regalar un órgano a la iglesia
del pueblo y le dijo que volvería pronto.
Pasado un mes, Elisa comenzó a
sentirse extraña. Sentía náuseas y no podía soportar los olores de los guisos que se hacían en la cocina. La menstruación no aparecía y sus pechos estaban tomando una forma
extraña.
Pronto cayó en la cuenta de lo que
le sucedía y supo que tenía un problema grave
que resolver. Se puso en contacto con su hermano Andrés. Éste era médico
y seguro que le ayudaría a salir del atolladero. Su deseo de ser madre se iba a
realizar, pero..., ¡de qué manera!
Antes de que su figura denotara la
realidad la situación, su hermano hizo un diagnóstico ficticio de su indisposición ante su marido.
Insinuó a su cuñado que Elisa padecía una enfermedad contagiosa con la consiguiente necesidad de marchar unos
meses al monte, para recuperar su salud. Marchó a una finca que él poseía más
al sur. Ernesto recibió la noticia y confió ciegamente en que su cuñado se
ocuparía de cuidarla.
No marchaba la señora a parte
alguna sin la compañía de su piano. Las horas eternas del día las amenizaba con
las composiciones de sus autores preferidos. Sus dedos volaban como palomas por
el teclado. Adquirió tal virtuosismo, que los sirvientes que la cuidaban, la admiraban tanto que no querían que llegase el momento de su partida.
Nació un niño. Elisa, con
el corazón destrozado, hubo de entregarlo al cuidado de su padre que se lo
llevó a Inglaterra.
Durante el tiempo que estuvo
ausente, Ernesto, creyendo que Elisa
había sido presa de la terrible tuberculosis, azote de la época, mandó
construir en el cementerio del pueblo un mausoleo digno de una reina. Entre las
humildes tumbas abiertas a golpe de azadón y pala, parecía un monumental
castillo en medio de los campos yermos.
Todo pasó. Volvía la señora a su mansión
recuperada y segura de que no era ella la estéril como su marido pensaba.
Ernesto miraba con intriga a su
mujer. Tenía ante sí a una Elisa desconocida. Todo en ella había cambiado.
Había en su mirada una resolución, un misterio extraño que nunca antes había
observado. Todo parecía seguir su curso con toda normalidad; pero, cuando le
anunció su marcha a unas excavaciones en Perú, ella, sin preámbulos ni ambages,
le dijo:
--Yo también me marcho. Voy a formar un quinteto con mis antiguos
compañeros de conservatorio. Creo que no debo privar a la sociedad de mis
actitudes para la música.
A Ernesto, la sorpresa le dejó sin
aliento. ¡Su mujer no podía hacer tal cosa! No estaría bien visto; pero la vio
tan resuelta, que al final accedió.
Los teatros se llenaban de un público selecto que pagaban fortunas por oír
a la bella Elisa que derramaba sobre las teclas las lágrimas de su infortunio.
Cuando, cansada de vagar, volvió extenuada a su mansión del pueblo, recibió
la noticia de que Ernesto había sufrido un accidente en las ruinas del Machu
Picchu. Le mandaban sus pertenencias en unos baúles. Había sido sepultado por
un derrumbamiento y su cadáver no había sido hallado.
Mandó Elisa construir un zulo debajo de la escalinata. Metió allí los
baúles, y selló el habitáculo con un muro de piedra.
Una mañana la encontraron los sirvientes, inerte sobre la cama. Su sepelio
fue memorable. Todo el camino hasta llegar al cementerio fue cubierto de
pétalos de azucenas. Su mausoleo rebosaba de flores blancas y de rosas.
Al no tener hijos, el
matrimonio había hecho en su momento testamento. La mansión fue donada al pueblo
para usos culturales.
Cuentan los lugareños, que las noches de lluvia, suenan las notas del piano y que a través de las ventanas, han visto una sombra subir la escalinata, desapareciendo a través de la puerta de la capilla. También cuentan los descendientes de los sirvientes de la casona que los baúles de Ernesto venían llenos de tesoros arqueológicos de valor incalculable. Elisa los mandó a Inglaterra en secreto. Todos se preguntaban: ¿Por qué?
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