Desde que la vio en el río no pensaba en otra cosa que no
fuese encontrarla. Toda ella desprendía tal gracia que, si la tenías
delante, era imposible dejar de mirarla. Con su falda dejando ver por encima de sus rodillas el color de su piel, las formas que se veían y
las que se adivinaban, habían robado el sosiego al señor poderoso de las huestes
sanguinarias; cuando vadeó el río para llegar hasta ella, ésta había desaparecido. Arrebatado en atormentada pasión, recorría montes y poblados
a lomos de su alazán, cortando el viento, trémulo, arrebujado en su capa
de ricos brocados.
--No habrá descanso hasta encontrarla --se decía obsesionado--. Corría buscándola las noches y los días sin
saber que, en su propio castillo, en las dependencias destinadas a la
servidumbre, se hallaba la dueña de su paz.
El destino, un día en que visitó las cocinas de su morada, por
pura casualidad, la puso ante sí. No pudo por menos que quedar atónito por lo
evidente. Allí estaba. Hija de uno de
sus sirvientes, tuvo que contemplar su
padre cómo se llevaba el poderoso, el señor, a la hija, a la que tan celosamente
habían ocultado a los ojos del rey, su esposa y él. Temían que esto llegase a suceder, como así fue.
Se la llevó. La encerró entre sábanas de hilo, joyas, ricos vestidos,
sirvientes, pero castigada a no ver la luz del sol. Sólo él podía admirarla.
Lloraba. Iba a ser
madre. Sabía que su hijo, nada más nacer, le sería arrebatado para ir a engrosar
las filas de otros muchos que, en los sótanos del castillo, merodeaban
esperando crecer para servir y engrosar las huestes de tan vil señor, ni los de su sangre eran
respetados.
Le consolaba saber que serían sus propios padres quienes le
cuidarían, como lo hacían con los
otros hijos bastardos del dueño y señor de vidas y haciendas.
En otra regia alcoba del castillo, los almohadones de ricos encajes, húmedos de lágrimas, no
albergaban arrullo ni caricias para la dama que en tiempos fuera deseada con
la misma fuerza que ahora era
ignorada. Reina junto a su rey, había sido relegada cuando su belleza sin igual se había marchitado con el paso de los
años. Su alcoba solo era visitada por las damas que la servían. Pasaba los
fríos inviernos en soledad cruel. Sabía de la nueva concubina de su esposo.
Esperaba el momento del nacimiento del hijo de su horrible pecado. Ella, la reina ultrajada, se movía en la sombra, estaba planeado.
Llegó la hora esperada. Entre suspiros y llantos vino al
mundo el hijo de una joven, presa y
oculta a los ojos del mundo. Nadie podía saber de su existencia ni la de su
hijo. Le fue arrebatado.
En la oscura noche, una figura siniestra portaba algo oculto
bajo su capa. El farolillo que pendía de su mano no disipaba la espesa niebla
que se cernía sobre el patio de armas.
De pronto, algo inesperado salió a su encuentro empujando con violencia
al misterioso farolero y arrebatando de su regazo lo que tan celosamente
guardaba.
--¡A mí la guardia!
Ya no había noches oscuras ni frías. Los inviernos eran templados al calor de crepitantes leños. Algo
misterioso hacía brillar los ojos de una reina, que si en tiempos fue bella,
ahora, como el ave Fénix, había resurgido de sus cenizas. La belleza en una mujer madura puede resultar
arrebatadora cuando está exultante de salud y de vida.
Había un secreto guardado en sus dependencias que le habían
llenado de una sabia nueva. Un niño crecía en su poder sin que su padre tuviese
noticias de ello. Le había amantado su propia madre y el tirano ni se había
enterado.
El vientre de la reina había resultado ser tierra yerma, mas en su corazón fructificaban semillas de amor y bondad. Fue madre, amiga fiel de la nueva concubina.
Por los misteriosos pasadizos del
castillo había sombras que se deslizaban y abrían puertas
secretas. Como madre e hija, se cepillaban el pelo mutuamente con el mismo
peine de plata. Pasaron los años.
En las cocinas del castillo un joven se distinguía de los demás cuando visitaba las dependencias. Todos sabían quién era menos él. Tenía
educación esmerada propia de quién disfruta de privilegios vedados a los demás. Lucía larga cabellera propia
de personas distinguidas. Todos lo
ocultaban y protegían del
poderoso león estepario.
Fue depositado sobre barca sin remos que le fue alejando mar
adentro entre llamas que parecían
transportarle hacía la eternidad incierta.
Dos reinas miraban su
marcha junto al nuevo rey, al que también le definía una mancha en su cuello idéntica a la del
autor de sus días. Nadie puso en duda su derecho a reinar y lo hizo de un modo muy peculiar..., pero eso es otra historia.
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