miércoles, 11 de febrero de 2015

ALUCINACIÓN

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Erguida, con paso firme, trataba de disimular el temor que le invadía. Sus ojos, ocultos tras sus gafas oscuras y envuelta y ceñida por el cinturón de su gabardina, tenía el aspecto de aquella mujer desenvuelta y acostumbrada a viajar. 

El pañuelo anudado bajo su barbilla y sus manos enguantadas, ocultaban casi la totalidad de su piel, con la complicidad de sus botas y su pantalón. Esbelta y firme como un junco, nadie hubiese podido precisar que, bajo su atuendo de gran estilo, se ocultaba su persona: insegura, ingenua, salida a los avatares de la vida cuando ésta está ya casi en su etapa final.

Nunca antes de ahora había pisado un aeropuerto. Con la cabeza alta, buscaba las indicaciones de los lugares a donde dirigir sus pasos. Trataba pasar de largo de la impresión que le causaba el entorno majestuoso del aeropuerto, grandioso y cosmopolita. Una cancioncilla tintineaba en su mente con un son de alegres compases: "me voy a Canarias...me voy a Canarias"






Sus omóplatos se adherían al respaldo del asiento con fuerza inaudita, como si éste fuese la salvación de un imaginado cataclismo. Abrió los ojos; la panorámica espectacular que se le ofrecía a través de la ventanilla del avión la dejó sin aliento. Había terminado el trayecto y ella aún no se había recuperado de la fuerte impresión del despegue. Ni siquiera se había percatado de que, junto a ella, había un acompañante silencioso y discreto que la observaba a hurtadillas. 



Tenía éste, un aspecto interesante con su blanca barba y abundante cabellera. Parecía triste y también él se asemejaba al junco al que el viento castiga con su fuerza imparable sin conseguir que se doble. 



Ella le miró abiertamente y le saludó con una sonrisa contagiosa; pronto encontró una respuesta de perfecta complicidad:

--Pronto aterrizaremos, --le dijo él-- y nuestro viaje habrá llegado a su destino. Lamento que sólo al final de él nos hayamos comunicado. He tenido la impresión todo el trayecto de haber coincidido con usted anteriormente.

Puede ser, --mintió ella-- me impresiona el avión y trato de abstraerme hasta el punto de perder la noción del lugar y del tiempo.

--Espero que coincidamos en nuestra estancia en este lugar maravilloso, --dijo el caballero con acento amistoso-- estaré encantado de invitarle a tomar un refresco o cualquier otra cosa que le guste.

--Gracias, también yo estaré encantada y aceptaré su amable invitación.



Cuando bajaron del avión lo hicieron juntos. Se sorprendió de una cosa que le pareció algo extraña. Unos periodistas se empeñaban en fotografiarlos y hacerles una entrevista. Él les decía que se habían confundido, que les dejasen tranquilos, que no tenían nada que decir. 

La sorpresa mayor fue la que sigue: compartían hotel y habitaciones contiguas. Ella notaba que no pasaban desapercibidos. Hacían una pareja tan excepcional y elegante, que todos les miraban con curiosidad y admiración.
--Todos creen que somos pareja --le dijo el caballero con sonrisa pícara
--Ciertamente somos dos, --contestó ella sin inmutarse.
Desaparecieron tras las puertas de sus respectivas habitaciones con un saludo convencional. 


Se vistió adecuadamente para la cena. Llevaba un vestido negro. Ahora su figura no tenía camuflaje, lucía sus líneas perfectas con transparencias de encaje en mangas y espalda. Tampoco su cuidada y abundante cabellera la ocultaba ningún pañuelo. Alisada, lacia, llegaba hasta la mitad de su cuello perfectamente estructurado.

Al entrar en el comedor, le vio. Estaba elegantemente vestido, también él había elegido el negro. Se levantó al verla, se adelantó y le tendió la mano en señal de saludo:
--Señora, encantado de verla, Soy Anselmo de la Costa, si me hace el honor de compartir mi mesa me causaría un gran placer.
--Yo soy Denisa, y dado que de antemano acepté su invitación me siento obligada y encantada.

Cenaron pausadamente. Había tal complicidad entre ambos, que la cena fue un deleite el conversar sin entrar en temas de intimidad ni confidencias. Bajaron al salón de baile; ambos pudieron comprobar que, después de una cena agradable, una velada bailando con alguien que te gusta es la guinda del pastel. Quedaron en verse al día siguiente en la piscina del hotel.



Un cuerpo sano y bien conservado a cualquier edad puede ser bello, si a esto acompaña una perfecta armonía de cuerpo y espíritu. Anselmo y Denisa coincidieron en este pensamiento cuando los dos se contemplaron con los suyos desprotegidos de los atavíos convencionales.
--¿Donde has estado hasta ahora? --Le preguntó Anselmo a Denisa.
--En la cápsula que la vida tejió sobre mi  el día que nací, sin dejarme salir. Alguien inconscientemente la ha roto y he escapado de mi encierro.
--¿Y, a qué has venido a Canarias?
--¡Sólo he venido a contemplar las cepas de la vid brotando de las lavas solidificadas de los volcanes! 







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