domingo, 10 de enero de 2021

El tronco seco del ficus centenario




El tronco seco del ficus centenario vivió tiempos mejores. Creció en el jardín de la familia adinerada de los Forres. Se hizo tan alto y frondoso, que era el gigante adorado y admirado por todos. Cuando los hijos de los Forres venían a pasar las vacaciones a la casa del "jardín", ubicada a las afueras del pueblo, invitaban a sus amigos.

Sesteaban a la sombra del ficus que se hallaba en un gran espacio ajardinado en el centro del huerto de limoneros y naranjos.
Con el murmullo del agua que transcurría por la acequia jalonada por frondosos cañaverales y los aromas del azahar de los naranjos, los muchachos se ponían románticos y hacían poemas.
 En aquellos entonces, el pueblo, que hoy se ha convertido en una ciudad, era casi una aldea. 

 La anciana Consuelo vivía ahora en el piso de uno des los edificios construidos en lo que fuera el huerto de la casa del "jardin", frente al tronco seco del ficus centenario.
Y allí, vivía ahora, la gata Rufina, la que fuera abandonada en el bosque un día de lluvia. La anciana Consuelo, al ver que estaba sin dueño, la había adoptado.
Se sentía la gata más feliz del mundo, durmiendo dentro de una cestita de mimbres; tanto como la anciana Consuelo, que daba las  gracias a Dios todos los días cuando se despertaba en su cama limpia y calentita.
Estrella, la niña que llevaba comida a Rufina y a su amigo el ratoncito Perolo, volvió de sus vacaciones de Navidad. Seguía sus estudios en el colegio donde se hallaba también Perolo, que se había integrado en el grupo de ratones del colegio.
Una mañana, al poco tiempo de ir Rufina a vivir con la anciana Consuelo, se llevó el susto más grande de su vida: al despertar y ver a la anciana Consuelo, esta, había sufrido un cambio radical y espantoso. Tenía el pelo aplastado y cubierto de una masa viscosa y repugnante que le daba un aspecto terrorífico acentuando su color aceitunado y sus arrugas. Parecía un monstruo.
Menos mal que, pasado un rato, Rufina vio que la anciana Consuelo se lavaba el pelo, se lo cortaba, y ya se la veía casi más rejuvenecida que antes.
Rufina pasaba el día yendo y viniendo detrás de la anciana Consuelo. Cuando esta se metía en la cocina, Rufina se enroscaba encima de una silla. Parecía dormitar, pero Rufina siempre tenía un ojo medio abierto. Todo lo veía. El día que mejor lo pasaba era cuando la anciana Consuelo hacía el relleno para canelones. La cocina se inundaba de un aroma celestial.
Antes de escribir cuentos para niños, la anciana Consuelo, se llamaba «Dolores». Después de muchas cavilaciones, no le pareció apropiado, y tomó la decisión de cambiar  su nombre por el de «Consuelo».

Sentía mucho amor por los niños. Le encantaba escribir historias bonitas para ellos. También le gustaban los árboles, grandes, ancianos, cuanto más ancianos mejor. Cuando salía a pasear por el parque, abrazaba sus troncos y los acariciaba; les hablaba como si ellos pudiesen oír lo que les decía.

 Ahora, tiene a su amiga, la gata Rufina, que le hace compañía y le da mucha inspiración para escribir lindos cuentos infantiles, que después de hacer pasteles, es lo que más le gusta. 


  

   


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