Se auguraba una feliz estancia para la gata Rufina en la casa de campo de la anciana Consuelo.
Había otros animalitos, entre ellos la perrita Cuchi. Era casi del tamaño de Rufina, pronto se hicieron grandes amigas.
El tiempo pasaba y Rufina no había cazado un solo ratón. Pasaban junto a ella y no les hacía el menor caso.
Todo se le iba en pasear por los jardines de la casa.
La perrita Cuchi, a veces, le recriminaba:
—No te ganas la "carne enlatada para gatos" que te comes. ¡Vamos...!
—Yo no soy una gata, soy una perra —aducía con mucho desparpajo, Cuchi.
Una mañana soleada y serena, dormitaba Rufina enroscada en un banco del jardín. Estaba tan ricamente tendida con las cuatro patas extendidas.
De pronto, algo muy extraño le fue rozando los bigotes. Era una rata negra y peluda. Arrastraba su rabo tieso y largo en su misma cara sin el menor temor.
Y fue entonces, que la perrita Cuchi, se lanzó sobre la rata y en menos de nada, la agarró con sus colmillos caninos por el pescuezo y la dejó espatarrada.
Se sintió orgullosa de su hazaña. Arrastró a su víctima por todos los caminos del jardín, y la dejó a los pies de la anciana Consuelo.
—¡Rufina, toma ejemplo!— gritó la anciana Consuelo con mucho asco. Las pobres ratas no gustan a nadie.
Rufina sintió algo de vergüenza. Desde ese mismo instante tomó manía a la perrita Cuchi. Le bufaba cuando la veía y le sacaba las uñas.
Decididamente, Rufina estaba ansiosa por volver a casa. Por subir a la atalaya del tronco seco del ficus centenario; pero sobre todo, por ver al ratoncito Perolo.
¡Nada de dedicarse a matar ratones ni ratas!
"Por nada del mundo".
María Encarna Rubio
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