—¡Rufina, mi linda gatita, dónde estás!—gritaba la anciana Consuelo muy de mañana.
Rufina, al escucharla, notó vibraciones extrañas en su voz. Se apresuró a bajar del jacarandá. Había pasado la noche allí, subida a su tronco. Tenía la vana ilusión de que su vecino, el hermoso gato macizo y "deslumbrante la visitara".
—¡Mi reina preciosa!—ven que te acaricie... Le dijo la anciana Consuelo a Rufina al verla llegar. Y tomando a Rufina en sus brazos fue a sentarse a la mecedora del salón.
Rufina estaba extasiada. Mimos tan cariñosos no había recibido nunca antes.
Sentía la mano tibia de su ama escritora de cuentos acariciando su lomo al tiempo que se balanceaba en su mecedora.
Había escuchado decir a la anciana que era la mecedora una antigüedad: había ido pasando de madres a hijas desde varias generaciones atrás.
Tenía el presentimiento de que su ama se encontraba muy sola en aquella casa de campo que le traía recuerdos de otros tiempos.
Pasaba largos ratos abrazada al tronco de su pino favorito.
Le susurraba cosas que Rufina no podía escuchar. El pino mecía sus ramas al viento para sacar sus emociones reprimidas de largas ausencias.
Los gorriones que poblaban las ramas del árbol salían en desbandada.
Temía la gata Rufina que su dulce ama fuera a desfallecer por tanta nostalgia.
Mejor sería volver a la ciudad, al bullicio de la gente. Volver a pasear el Jardín de Manolo y presenciar como los años pasan por el tronco seco del ficus centenario.
María Encarna Rubio
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