Las tres de
la tarde, y la anciana Consuelo sin probar bocado —pensaba la gata Rufina—.
Estaba ella
dormitando enroscada en la cama de la anciana Consuelo. Le encantaba. Tenía las
mantas más calentitas y suaves del mundo. Aprovechaba el tiempo en que la anciana
Consuelo se sentaba al ordenador para usurpar su cama.
La anciana
Consuelo solía pasar horas tecleando; pero ese día se había pasado de la raya: desde
las cinco a las doce del mediodía, no se había levantado del sillón… Lo hizo por
un momento, para ir al cuarto de baño. Después de la pausa necesaria, allí
seguía, con los ojos fijos en la pantalla y sin probar bocado. Se había
prometido a sí misma no comer hasta terminar su tarea.
¡Qué extraño! —pensaba la gata Rufina
—. Escribe cuentos sin llegar a publicar ninguno. Los termina, los esconde, y
nadie los lee.
Estaba la
gata Rufina en estas reflexiones cuando apareció la anciana Consuelo. La puerta
del dormitorio estaba entreabierta, pero la anciana Consuelo le dio con energía
un buen empujón y dijo:
—¡Rufina,
sal de mi cama! Acompáñame a la cocina. He terminado el cuento más bonito que
nadie haya escrito jamás y vamos a celebrarlo.
Acto
seguido, sin esperar a ver si Rufina la seguía o no, se fue por el pasillo
dando saltitos como si fuese una niña.
La gata
Rufina la vio por su ojo medio abierto y pensó que, quizá Perolo tenía razón al
decir que estaba mal de la cabeza. Aquello no era normal en una mujer de su
edad.
Se entretuvo
un rato en salir de la cama: estaba tan a gustito en ella que le costaba desprenderse.
Un olor inconfundible llegó desde la cocina… ¡ Carne enlatada para gatos! —Dijo dando
un salto de la cama—.
Corrió
pasillo adelante como una centella. Cuando llegó a la cocina la anciana
Consuelo no estaba allí.
—Iré a
buscar en el salón—pensó.
La anciana
Consuelo había preparado junto a la chimenea encendida una mesita con viandas
para ambas. Había una tarta de nata y una lata de carne enlatada para gatos.
La anciana
Consuelo la estaba vertiendo sobre un lindo plato, nuevo, a estrenar.
Cuando llegó Rufina al salón, le puso el plato delante, cerquita del fuego, y ella se sentó en
suelo, sobre la alfombra. Posó su plato sobre sus piernas cruzadas y comenzó a
comer su tarta al mismo tiempo que lo hacía Rufina con su carne enlatada.
Rufina
miraba de reojo a la anciana Consuelo. La veía feliz y despeinada como nunca
antes la había visto. . . ¿Cómo
sería el cuento que había escrito? ¿Qué diría, para hacer tan feliz a la anciana?
Una vez que los platos estuvieron lisos, sin comida,
la anciana Consuelo los cogió y los arrojó contra los leños de la chimenea: se hicieron mil pedazos.
La gata
Rufina dio un salto. Asustada. Pensó que sería un ritual nuevo. Algo que la anciana Consuelo había
visto en algún canal de YouTube.
El resto del
día pensaba la gata Rufina pasarlo sin más sobresaltos. El día estaba gris.
Al poco rato, comenzaron a caer unas gotitas de lluvia, tímidas y casi imperceptibles.
—Comienza a
llover —dijo la anciana Consuelo —es momento para salir de paseo: se puso su anorak con capucha, la bufanda negra y cogiendo el paraguas, miró a Rufina, creía que
le acompañaría como solía hacer últimamente; pero Rufina estaba acomodada en la
cesta de mimbres. Ni por asomo pensaba salir con el tiempo que hacía.
Rufina quedó dormitando en la cesta de mimbres. Tuvo una pesadilla.
Soñó con Estrella, la niña que les llevaba comida en la casita perdida del bosque.
Fue una pesadilla tormentosa:
“Estrella se
había fugado del internado con dos compañeras. Hacía tiempo que no
soportaba a la hermana Sor Restauradora.
Se excedía en el celo que había puesto en convertir a Estrella en santa y
mártir”
Por suerte,
la llegada del ratoncito Perolo la sacó de su letargo.
Sin pérdida
de tiempo, puso Rufina al ratoncito Perolo al corriente de todo lo acontecido
ese día en casa de la anciana Consuelo. Estaba esperanzada en que Perolo podría
leer lo que había escrito su ama escritora de cuentos.
—¿Podrás leerlo,
Perolo, por favor? —le decía Rufina a
Perolo acariciando su lomito con su pata, con las uñas retraídas, para no
hacerle daño.
—Yo, hasta
que su autora no lo saque del ordenador por la impresora no puedo, Rufina —le dijo en
tono un poco lastimero—.
Le hubiese
encantado poder hacerlo; pero los ratones todavía no habían podido hacer mella
en los ordenadores… Y no era por falta de haberlo intentado.
María Encarna Rubio.
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