miércoles, 20 de enero de 2021

Un deseo que no se cumple

 

 


Las tres de la tarde, y la anciana Consuelo sin probar bocado —pensaba la gata Rufina—.

Estaba ella dormitando enroscada en la cama de la anciana Consuelo. Le encantaba. Tenía las mantas más calentitas y suaves del mundo. Aprovechaba el tiempo en que la anciana Consuelo se sentaba al ordenador para usurpar su cama.

La anciana Consuelo solía pasar horas tecleando; pero ese día se había pasado de la raya: desde las cinco a las doce del mediodía, no se había levantado del sillón… Lo hizo por un momento, para ir al cuarto de baño. Después de la pausa necesaria, allí seguía, con los ojos fijos en la pantalla y sin probar bocado. Se había prometido a sí misma no comer hasta terminar su tarea.

¡Qué extraño! —pensaba la gata Rufina —. Escribe cuentos sin llegar a publicar ninguno. Los termina, los esconde, y nadie los lee.

Estaba la gata Rufina en estas reflexiones cuando apareció la anciana Consuelo. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero la anciana Consuelo le dio con energía un buen empujón y dijo:

—¡Rufina, sal de mi cama! Acompáñame a la cocina. He terminado el cuento más bonito que nadie haya escrito jamás y vamos a celebrarlo.

Acto seguido, sin esperar a ver si Rufina la seguía o no, se fue por el pasillo dando saltitos como si fuese una niña.

La gata Rufina la vio por su ojo medio abierto y pensó que, quizá Perolo tenía razón al decir que estaba mal de la cabeza. Aquello no era normal en una mujer de su edad.

Se entretuvo un rato en salir de la cama: estaba tan a gustito en ella que le costaba desprenderse.

Un olor inconfundible llegó desde la cocina… ¡ Carne enlatada para gatos! —Dijo dando un salto de la cama—.

Corrió pasillo adelante como una centella. Cuando llegó a la cocina la anciana Consuelo no estaba allí.

—Iré a buscar en el salón—pensó.

La anciana Consuelo había preparado junto a la chimenea encendida una mesita con viandas para ambas. Había una tarta de nata y una lata de carne enlatada para gatos.

La anciana Consuelo la estaba vertiendo sobre un lindo plato, nuevo, a estrenar.

Cuando llegó  Rufina al salón, le puso el plato delante, cerquita del fuego, y ella se sentó en suelo, sobre la alfombra. Posó su plato sobre sus piernas cruzadas y comenzó a comer su tarta al mismo tiempo que lo hacía Rufina con su carne enlatada.

Rufina miraba de reojo a la anciana Consuelo. La veía feliz y despeinada como nunca antes la había visto. . . ¿Cómo sería el cuento que había escrito? ¿Qué diría, para hacer tan feliz a la anciana?

Una vez que los platos estuvieron lisos, sin comida, la anciana Consuelo los cogió y los arrojó contra los leños de la chimenea: se hicieron mil pedazos.

La gata Rufina dio un salto. Asustada. Pensó que sería un ritual nuevo. Algo que la anciana Consuelo había visto en algún canal de YouTube.

El resto del día pensaba la gata Rufina pasarlo sin más sobresaltos. El día estaba gris.

Al poco rato, comenzaron a caer unas gotitas de lluvia, tímidas y casi imperceptibles.

—Comienza a llover —dijo la anciana Consuelo —es momento para salir de paseo: se puso su anorak con capucha, la bufanda negra y cogiendo el paraguas, miró a Rufina, creía que le acompañaría como solía hacer últimamente; pero Rufina estaba acomodada en la cesta de mimbres. Ni por asomo pensaba salir con el tiempo que hacía.

 Rufina quedó dormitando en la cesta de mimbres. Tuvo una pesadilla. Soñó con Estrella, la niña que les llevaba comida en la casita perdida del bosque. Fue una pesadilla tormentosa:

“Estrella se había fugado del internado con dos compañeras. Hacía tiempo que no soportaba a la hermana  Sor Restauradora. Se excedía en el celo que había puesto en convertir a Estrella en santa y mártir”

 

Por suerte, la llegada del ratoncito Perolo la sacó de su letargo.

Sin pérdida de tiempo, puso Rufina al ratoncito Perolo al corriente de todo lo acontecido ese día en casa de la anciana Consuelo. Estaba esperanzada en que Perolo podría leer lo que había escrito su ama escritora de cuentos.

—¿Podrás leerlo, Perolo, por favor? —le decía  Rufina a Perolo acariciando su lomito con su pata, con las uñas retraídas, para no hacerle daño.

—Yo, hasta que su autora no lo saque del ordenador por la impresora no puedo, Rufina —le dijo en tono un poco lastimero—.

Le hubiese encantado poder hacerlo; pero los ratones todavía no habían podido hacer mella en los ordenadores… Y no era por falta de haberlo intentado.

María Encarna Rubio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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