Era día de Reyes Magos. La hora de la comida estaba fijada para las dos de la tarde. Yo esperaba con gran ilusión el momento de que, después de finalizado el almuerzo, haríamos la entrega de los regalos a los asistentes.
Roberto había invitado a Elías, su socio, y a la secretaria de ambos, que por razones de trabajo ese día tenían un serio compromiso.
Yo, por mi parte, había invitado a nuestro amigo común el doctor Nector, con el que un día trabajé en su clínica como enfermera. Estaba soltero. Participaba en todos los acontecimientos especiales de nuestra casa y la comida de ese día era más bien de despedida, se marchaba a Sudáfrica. Llevaba días ofreciéndome la incorporación a mi puesto de trabajo, que le acompañara. Aducía que mis hijos ya no me necesitaban, ya que estaban independizados.
Sobra decir que yo no había aceptado; siempre supe de su amor silencioso por mí...
Roberto, mi marido, era un empresario de mucho éxito, nuestra economía era de lo más envidiable. Me mimaba. Me halagaba en extremo.
La mesa estaba preparada. Yo me había esmerado en el menú y todo era exquisito. Mis hijos y sus parejas estarían ese día con nosotros y todo prometía un día de Reyes Magos memorable.
Para mí, uno de los regalos no sería sorpresa, pues Roberto unos días antes hubo de cambiar su americana antes de salir para el trabajo. Cuando fui a cogerla vi en uno de los bolsillos un estuche con un precioso collar. Me sorprendió y pensé que le habría costado una buena suma. Di por supuesto que era mi regalo de Reyes.
La comida transcurrió como yo esperaba, con caras alegres, diálogos divertidos, mis hijos adorables, y mi marido enternecedor con todos.
Nector me miraba. Unas veces parecía querer decirme algo. Otras evadía su atención disimuladamente. Una vez que fui a la cocina me siguió con el pretexto de ayudarme y una vez allí, me dijo que lo pensara, que necesitaba un cambio en mi vida.
Me resultó algo pesado. Yo no podía abandonar a Roberto. Mis hijos no me necesitaban, pero Roberto sí. Él estaba acostumbrado a mí. Se encontraba feliz conmigo y yo con él. Aunque, pensándolo bien, el que estaba verdaderamente cómodo era él. Salía, entraba, viajaba —por negocios, según él—. Su vida era de lo más movida; vestía con estilo... Tenía una casa decorada con un gusto exquisito, todo a su alrededor era especial... El dinero lo ganaba él, pero el modo de invertirlo, los detalles, el mérito no era suyo... Él lo sabía.
Por fin llegó el momento de la entrega de regalos. Roberto, con la amabilidad que le caracterizaba, me brindó el suyo, esperando de mí la más efusiva de las sorpresas: en realidad lo fue. Cogí el estuchecito diminuto y rasgué su envoltura sorprendida. Lo abrí. Encontré un anillito con una amatista la mar de mona.
Todo continuo de modo normal en estos casos. A su secretaria le entregó un perfume —caro, eso sí —, pero un perfume. Yo dejé el estuche en el borde de la mesa y salí para la cocina, había visto el collar asomando tímidamente por un resquicio de la blusita de la secretaria.
Nector vino tras de mí. Quería darme su regalo a escondidas de todos: un pasaje de avión para Sudáfrica. Créeme —me dijo—aquí el único que te necesita soy yo.
Salí con la sonrisa que lleva una mujer feliz. Miré a todos y les propuse un brindis. Cuando estaban todas las copas en alto dije unas palabras:
Tengo que dar una noticia, es el momento oportuno ahora que los más importantes de mi vida estáis presentes: ¡he decido aceptar la oferta del doctor Nector de volver a mi trabajo! Me voy a Sudáfrica.
Roberto se puso lívido. Todo su ser se conmocionó.
—¿Será una broma? —dijo.
—No. No es una broma. Es una decisión tomada y no hay vuelta atrás.
—Ya lo discutiremos, tú no te puedes ir, yo te necesito.
Todos me miraban con incredulidad. El único que se hallaba contento y feliz era Nector. Muchos años habían sido los que había estado esperando este momento. Él estaba al corriente de las correrías de Roberto, pero había aguardado pacientemente a que yo lo descubriera por mí misma.
Se fueron todos y por fin quedamos solos. Roberto quiso increparme, parecía angustiado, pero le salí al paso.
—Yo te necesito, no puedes dejarme ahora —decía compungido queriendo hacerme cambiar de opinión.
—Tú no me necesitas, Roberto. Tienes a tu secretaria. ¿Cuánto tiempo llevas con tu engaño?
¿Cuánto tiempo llevas haciéndome pasar por tonta haciendo viajes de negocios dejándome aquí esperando tu regreso cortando rosas y podando los setos del jardín?
—No la veré más. Ella para mí no es más que un pasatiempo.
No hay nada que me retenga —dije mientras hacía mis maletas.
Y sí, me fui. Desde ese día, vuelvo todos los años el Día de Reyes para la entrega de regalos, con Nector, que siguió esperando pacientemente a que yo estuviese dispuesta para aceptar su bendito amor desinteresado y verdadero.
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