El Cid cabalga
Relato basado en tres palabras sin sobrepasar las setecientas: «pergeñar, legendario, colmena»
Por la inmensa llanura castellana, camino del exilio, El Cid cabalga. Hambriento, aterido por el frío de la noche y calcinado por un sol fulgurante por el día en la estepa solitaria, sin más amparo que la de su fiel caballo "Babieca" y la de su espada "Tizona".
Rememoraba la imagen de Jimena que se afanaba en pergeñar lo poco que podía contener un hatillo.
Se lamentaba:
— Rodrigo Díaz de Vivar, en la posteridad tus hazañas serán recordadas y tu nombre será legendario.
¿Por qué se empeña el destino en ser protagonista de nuestras vidas? ¿Será que tiene envidia de tu nobleza y apostura y de mi devoción por ti?
Cruelmente nos separa y nos hiere sin saber que a pesar de tu destierro, nuestras almas van unidas con lazos que ni la misma muerte podrá romper.
Sus lágrimas eran torrentes que bañaban sus mejillas. No sería fácil olvidar el calor de su abrazo y la dulzura de sus besos de despedida...
¡Adiós amor!
—decía entre sollozos —. Te han desposeído de lo que más aprecia un hombre, su honor y su orgullo. Solo llevas como recompensa a tanto esfuerzo por servir a tu rey la más injusta de las humillaciones. Será duro tu transitar sin poder recibir ayuda: han decretado pena de muerte a los que osen ayudarte desobedeciendo las órdenes del rey. ¡Dios mío!
¡La historia te hará justicia y a él lo condenará!
El sol abrasador, el hambre y la fatiga, mermaban su capacidad de razonamiento. Ya estaba presto a dejarse vencer por el desánimo. Solo le mantenía el afán de supervivencia el recuerdo de su amada Jimena, que le decía con encarecida súplica: «¡Vive para mí, Cid Campeador!»
Un halo de esperanza se dibujó en el horizonte de la basta llanura: una palmera se divisaba junto a una casona que se confundía con el paisaje, firme, vetusta, con orgullosa robustez que el tiempo en su transcurrir no conseguía doblegar.
Cabalgaba Babieca con paso acompasado. Llegó el hidalgo al lugar a lomos de su corcel, con sigilo no exento de temor.
El silencio más absoluto lo invadía todo.
Desmontó de su cabalgadura y sujetó las riendas en una de las anillas que pendían de la pared. Por su aspecto, la casona parecía deshabitada.
El portón estaba cerrado, pero el aljibe que se encontraba a escasos metros estaba lleno a rebosar de agua fresca y cristalina. Un algarrobo y una higuera ofrecían abundante fruto maduro.
Estaban saciando su perentoria necesidad de sustento el caballero y su montura, cuando un ruido estrepitoso les puso sobre aviso: desenvainando el Cid su espada se dispuso a cerciorarse de lo que acontecía; una puerta de servicio que daba paso al patio de la casona oscilaba sobre sus goznes con estrépito a impulso del viento.
Todo prudencia y cautela, se introdujo en el gran patio y anduvo inspeccionando todos los establos y aposentos del recinto.
Un hallazgo que le llenó de regocijo le hizo dar gracias a la Divina Providencia por sus bondades: en un rincón había un saco con algunos kilos de trigo y un odre con restos de vino.
Se dispuso sin demora a caldear un horno que había en el exterior, y a hornear el trigo que quedó en perfectas condiciones para ser consumido directamente.
Rendido, tornó a refugiarse a la sombra del algarrobo centenario, con bellas ramas, que nunca acusan la inclemencia del ardiente sol. Un regalo para el caminante su fresca exuberancia.
Un sueño profundo le invadió. Soñó que Jimena le ungía el rostro con agua de azahar y refrescaba su torso con suave caricia impregnada de cariño y contenido anhelo. Su duro lecho se hizo mullido y suave como el regazo de su amada.
Le despertó el aliento de Babieca que le husmeaba presto, en busca de su atención. Unas abejas con su zumbido delataban la colmena que se hallaba detrás de un matorral.
La Providencia me sostiene—pensó—.
Hizo acopio de provisiones, dispuso sus pertrechos a lomos de su montura, y prosiguió su camino galopando los campos de Castilla en busca de hazañas gloriosas para ser escritas en la Historia.
María Encarna Rubio
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