La sombra de los pinos se alargaba con los rayos del sol de poniente. Las olas lamían las rocas, acompasadas y cadenciosas. En la playa, tumbados y mecidos por los embates de las olas, dos cuerpos yacían inertes y semidesnudos. Había gaviotas, cormoranes, y algún albatros merodeando y observando sin ver.
Un cormoran quedó quieto, pensativo... --¿habrán venido a mandar que pesque para ellos?-- Ya se veía el infeliz la cuerda atada al cuello, nadando sin cesar, buscando hasta lograr dar alcance a un pez, para después dejarlo en la cesta de esos indeseables que quizás son de los que quieren que les regalen el pez, en vez de pescarlo.
Tentado estuvo el cormoran de andar picoteando a los intrusos, pero fue una gaviota la que se adelantó y anduvo picoteando por sus partes pudendas que olían a pescado conservado en sales marinas.
Éste, era el estimulo que necesitaban los dos yacientes en arenas milenarias, polvo de corales y de caracolas que vivieran en las aguas turquesa de aquellas playas idílicas.
Irguieron sus figuras de imponentes gigantes, según veían las aves allí presentes. Todas levantaron el vuelo. Presagiaban que, no residía el peligro en lo imponente del volumen y estatura de los intrusos, sino que encerraban su poder, en el cofre cerrado que portaban encima de sus hombros.
Tal como temían, se hicieron dueños de la playa. Ya nunca más, pudieron arribar en la playa milenaria, de arenas hechas con polvo de corales y caracolas marinas.
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