En el maizal de la hondonada se ocultaba Manolito. Corría entre las grandes y espesas cañas de las plantas ya crecidas. Se hallaba el suelo tamizado de verde y fresca hierba.
Cuando ya estaba seguro de no ser visto por nadie, sacaba del bolsillo de su pantalón el huevo robado del nidal de las gallinas, le hacía un agujero en cada extremo y sorbía su contenido con deleite, como si se tratase del más exquisito de los manjares.
Arrojaba la cáscara lejos y se tumbaba en la fresca hierba para echar una siestecita. Atolondrado por los reflejos del verdor se daba a fantasear con los ojos cerrados sobre cosas que haría cuando fuese mayor.
Él sabía que su padre le andaría buscando para que cumpliese con la faena que le había encomendado; pero él, era maestro en las artes de escaquearse y perderse para evitar el duro trabajo de la huerta. También sabía cómo calmar las acometidas de su estómago que siempre pedía más.
Su madre, mujer de tiernos sentimientos hacía su hijo, ocultaba a los ojos de su padre las astucias de Manolito.
--¡Será un haragán! --decía el padre que pretendía dominarle y llevarle por el camino recto, según él.
--No ha nacido éste para fatigas. Tú le malcrías. Serás la responsable de que sea un vago sin gana de dar golpe.
--Y yo te digo que no. Si sabe defenderse ahora, mucho mejor lo hará cuando sea mayor.
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