Las promesas de amor eterno propias de un experto en las lides de la conquista del sexo opuesto ya la tenían dispuesta a claudicar. Los años de experiencia vividos se habían ido al traste y ya soñaba con los deleites del lecho conyugal.
--Eres la mujer de mi vida, --le decía-- te quiero más que a nada en el mundo. Ni el cariño que tengo a mis hijos se puede comparar con lo que siento por ti, mi dulce Josefa.
Y Josefa claudicó. Dejó su tranquila vida, sus hijos, su hogar, y marchó a vivir con el nuevo y gran amor trasnochado. Servía a su nuevo dueño como una esposa amable y atenta a todas sus necesidades.
Dado el rechazo de los hijos de éste a la unión sin formalizar legalmente de ambos,una mañana, el marido de Josefa, le trajo la prueba de su gran afecto nombrándola heredera de sus bienes.
Guardó el documento en sitio seguro agradecida y contenta del compañero que al final de su vida le había tocado en suerte.
Quiso la mala suerte que éste enfermara de la horrible enfermedad del momento. Nadie escapa de sus garras aterradoras. Después de la dura prueba de cuidar al enfermo hasta el último de sus días, enviudó de nuevo josefa.
Se encontraba segura de ser dueña de la casa dónde vivieran sus días de matrimonio; pero..., resultó que, el Testamento, estaba sin firmar.
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