Mamá clueca andaba algo preocupada, había salido del gallinero con sus pollitos en busca del gallo Gazpachón y se había perdido. No reconocía el entorno. Nunca antes vio aquellos parajes con tanta maleza y zarzales. Temía que si sus hijitos se aventuraban entre los espinosos matorrales saldrían maltrechos y cieguitos si alguna espina hería sus ojitos. Quiso gritar, pero como estaba clueca, solo le salía un velado "clo, clo".
Pasaba el tiempo y no encontraba el camino de regreso.
Por suerte, apareció el gallo Gazpachón que la condujo de nuevo al gallinero. Estaban los dos inmersos en la tarea de enseñar a sus hijitos a picotear los matojos, cuando se les acercó una gallina que venía del monte, con las plumas desordenadas y sucias, parecía perdida y hambrienta. "Hola, buenas tardes" —dijo con mucha timidez—. Soy Huevasa, mascota de Mariona, una niña mala que se ha cansado de mi y me ha dejado abandonada en el monte. Aún tengo que agradecer que la cocinera no me haya retorcido el pescuezo y me haya cocinado en pepitoria para la comida.
Gazpachón quedó impresionado. A pesar de su maltrecho aspecto, denotaba que era una gallina de ciudad. Su caminar era de una elegancia poco usual en el gallinero. La invitaron a picotear en los matojos y su estilo era de finas maneras. Movía la cabeza de un lado a otro con exquisita delicadeza y antes de coger algún elemento con el pico lo examinaba con mucha atención. Gazpachón estaba fascinado. Pronto dejó a la clueca que se las arreglara sola con su prole y se llevó a Huevasa a recorrer la orilla del riachuelo para que se diera un baño y acicalara sus plumas.
La clueca estaba celosa. Pensaba propinar a Huevasa unos picotazos inflamatorios cuando estuviese de regreso, pero lo pensó mejor, al fin y al cabo ella no tenía la culpa, se los daría a Gazpachón, por fatuo y mamarracho.
María Encarna Rubio
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