Desde su atalaya, el tronco seco del ficus centenario, la gata Rufina aprendió a ser observadora; y también soñadora. Parecía dormitar, pero con los ojos semicerrados, fisgaba a través de las ventanas de los edificios colindantes.
En ninguno de ellos había ningún gato. En cambio, en muchos de ellos había perro.
No lo entendía: los gatos son limpios, y comen poco; además, no hay que sacarlos a las calles del pueblo a que todo embarroten: da asco pasear y ver las marcas de sus orinas por todos los picos de los edificios, y hasta por las farolas de los jardines...¡Francamente, penoso!
A Rufina le encantaría encontrar a un gato que fuera hermoso... galante...
A ella le gustan los gatos que se atildan los bigotes y que salen a la calle las noches de luna llena.
Las noches de enero son las más hechiceras. La luna sale esplendorosa e ilumina la escarcha en los tejados que los hace parecer de plata. Los gatos salen a maullar. Ella recuerda que su abuela le contaba sus noches de amor vividas con luna llena.
Había un gato con cara de ángel que la tenía hechizada: cuando la miraba, con sus ojos negro azabache, mi abuela perdía el control y el gato la tenía a su merced, pero mi abuela se desprendió de su hechizo. Aquel gato no era sincero. Se iba con otras gatas.
Decía mi abuela que, la noche que fue capaz de dejarlo plantado cuando pretendía darle un beso, fue la noche más feliz de su vida. Ahí fue cuando ella dominaba la situación. Ese fue su comienzo en ser una gata adulta.
María Encarna Rubio.
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