La cuesta parecía no tener fin. Las
fuerzas de Queto andaban dando aviso. Necesitaba hacer un alto en el
camino. Los helechos húmedos de escarcha, fría, compacta, no dejaban un resquicio acogedor para el descanso. Todo el bosque estaba
desangelado y tenebroso.
Era diciembre. Había elegido mes tan
álgido para hacer el “Camino de Santiago” motivado por el afán
de aventura y de riesgo. Sabía de los peligros a que se exponía. No
hallaría grupos de peregrinos que le saludaran al pasar. Aún así,
inició su aventura en lugar poco frecuentado por peregrinos incluso en
temporada de máxima concurrencia. Se hallaba este punto en una
playa, junto a una torre fortaleza, centenaria, vetusta, pero firme
e imperturbable.
Caminaba el peregrino con su pesada
mochila a cuestas. Sus botas impermeabilizadas pesaban bastante. Todo
su equipo había sido elegido por expertos, pero después de treinta
kilómetros caminando toda especialidad queda por debajo de las
expectativas. Estaba exhausto. Gustaba de la soledad, pero también
ésta, ya le estaba causando agobio. Se acercaba la Navidad y el frío
del ambiente se fundía con el que sentía en el alma. Recordaba
aquéllas de cuando niño. Se reunía la familia en la casa de campo
heredada de los abuelos paternos. Estaba ubicada en una finca de
almendros y algarrobos centenarios, sobre una elevación del terreno
que la hacía visible desde la distancia. Tenía tantas
habitaciones como hijos tuvieron los abuelos: nueve, cinco barones y
cuatro féminas, de las cuales, una era fallecida en extrañas
circunstancias. Nunca se supo si en realidad era ella por lo
irreconocible del cadáver que encontraron sobre su cama.
Añorando las llamas reconfortantes de
la enorme chimenea, donde cabía un tronco entero de leño,
pensó recoger restos de ramas caídas
y formar una hoguera en un claro donde no hubiese peligro de
incendio. Son peligrosos los bosques ha pesar de la humedad y la
escarcha. Toda precaución es poca,
por ello, hizo un alto junto a un
pequeño cauce que discurría sigiloso bajo un puente, vestigio de
los romanos.
La noche ya exhalaba su gélido
aliento. La hoguera mitigaba el frío y la soledad. Sacó de su
mochila un queso y una botella de buen vino y se disponía a tomar el
primer trago cuando unos pasos tras de sí le hicieron dar un salto
para ver de quién se traba.
—¡A la paz de Dios, hermano peregrino! —Oyó una potente voz al tiempo que la figura de un hombre
descomunalmente alto se presentaba ante él.
—Malas fechas has escogido. ¿No sabes
que ha vuelto el lobo? Es muy frecuente su aparición en la época de
invierno. No temas por mi presencia. Vengo de revisar el estado de mi
rebaño que tiene su redil en un monte cercano. La llama de tu hoguera ha
despertado mi curiosidad. Si quieres, puedes pasar la noche en mi
cabaña. Estarás caliente y ha salvo de las alimañas.
Declinó con delicadeza la invitación, a veces, la presencia humana en soledades extremas asusta más que la más fiera de las bestias.
María Encarna Rubio
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