domingo, 22 de abril de 2018

La niña pintora

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 Yayita se iluminaba
 si acauarelas pintaba.
Por consejo de su abuela
siempre pintaba acuarela.
 Y mezclando los colores
lo hacía de mil amores.
Le parecían rosarios,
 neutros o secundarios.
La imagen imaginando
figuras iba pintando.
Soñaba con los laureles
ganados con los pinceles.
No tenía gran problema
para la elección de tema.
Lo mismo un personaje
que bodegón o paisaje.
¡Qué bonito es pintar!
Se decía sin cesar.
Pintaré amaneceres
y también atardeceres.
La estrellada  noche
como colofón y broche,
del esplendoroso día
que escribí mi poesía.







miércoles, 11 de abril de 2018

LA SONRISA DE PASCUALA


LA SONRISA DE PASCUALA
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Rosita era una niña que vivía en un pueblo perdido en el campo.
Su abuela Engracia, cuando venía a verla, siempre le contaba cuentos. Ella la esperaba con ilusión y la llamaba “abuela cuenta-cuentos”.
Un día de invierno vino la abuela “cuenta-cuentos” de visita, y fue tan grande la nevada, que cubrió puertas y ventanas y no se podía salir de casa. Rosita no fue a la escuela. Todos quedaron al calor de la chimenea.
Cuenta un cuento, abuelita— pidió la niña con ilusión.
Vale. Te contaré uno que me contó mi abuela un día de invierno que quedamos atrapados por la nieve. Habla de mariposas y de otras cosas. A mí me  gustan los cuentos que hablan de sol en invierno, y los que hablan de nieve en verano. Decía así:

Pascuala tenía una bella sonrisa, ella lo sabía y abusaba un poco de ello: siempre tenía la boca abierta. Su madre le anunciaba sin cesar malos presagios:
¡Pascuala, cierra la boca! Se te va a colar por ella todo lo que pulula por el embrutecido ambiente.
Pascuala hacía caso omiso a las advertencias de mamá, y no solo en eso, sino que tenía por norma no obedecerla en nada. Campaba a sus anchas haciendo siempre lo que le venía en gana.

Un día de sol radiante, salió Pascuala al campo, le gustaba cazar mariposas. Corría y corría tras ellas. Tenía una habilidad especial para atraparlas con sus propias manos: las cogía, las observaba durante un largo rato, y luego las dejaba abandonadas a su suerte con las alas rotas e inservibles para seguir volando.

Esa mañana de primavera, Pascuala iba riendo tras las mariposas. Llevaba como de costumbre la boca abierta. Una mariposa bruja se coló por ella, y la tuvo que tragar. Al pasar entre sus dientes, los fue impregnado de todos los colores de sus alas. No quedaban muy bonitos, más bien algo asquerosos.

Cuando llegó a casa, su madre quedó asustada al verla, su sonrisa era fea y repugnante. Las orejas se habían convertido en una especie de alas, que más bien parecían dos orejas de elefante. Ella, no se daba cuenta de que las movía sin cesar, y formaba tal ventolera, que las cortinas de casa estaban bailando a ritmo de vals.

Su madre asustada la llevó al médico. Cuando estaba en la consulta, todos los papeles que estaban encima de la mesa salieron volando estrepitosamente.
El médico, presuroso, le puso dos inyecciones en cada oreja, con el fin de conseguir su relajación.
Las orejas se relajaron, pero Pascuala no: empezó a cantar tan alto y desafinado, que todos los pacientes que esperaban en la consulta empezaron a increparla para que se callase.

El médico, que entendía mucho de hechizos de mariposas brujas, le dio un jarabe de polen de “mandrágora”, y Pascuala quedó profundamente dormida.
Cuando despertó ya se encontraba bien. Tenía las orejas como siempre las había tenido y los dientes también. Se los lavó con esmero, y desde ese mismo instante, obedeció a su madre, cuidó de todos los animales que veía, y solo abrió la boca para hablar cosas correctas y sonreír en los momentos que eran oportunos.

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¡Qué bonito! Me ha gustado mucho, abuelita. Cuenta otro.
Vale... Contaré otro. Pero antes tomaré una tacita de caldo calentito para recuperar fuerzas. El que voy a contar ahora es de los que absorben toda mi energía... Ese no me lo ha contado nadie.







martes, 3 de abril de 2018

Guitarra feliz en bancal de coliflores

Jadeante, iba pedaleando a toda prisa, con todo el ímpetu que me permitían mis cansadas piernas. 

Las nubes amenazaban lluvia y en un largo trecho no se veía lugar donde guarecerse. 
Había  bancales a ambos lados del camino con sus cultivos de distintas hortalizas: lechugas, alcachofas, coliflores y varías clases de plantas aromáticas. 

El viento arrancaba al pasar aromas embriagadores. Una golondrina surcó los vientos, rauda. 

Aparqué mi bicicleta, saqué mi bloc de notas, y me dispuse a dar rienda suelta a la inspiración que su paso había provocado en mi interior:

Dime, golondrina bella,
tú que viajas y vuelas...
¿Has visto mi amor volando
por otras tierras?

Peregrina vas y vienes,
surcando valles y mares,
buscando para ser feliz
al amor que aquí dejaste.

Yo bien quisiera tener
alas para desplazarme
a buscar el amor mío
y con él reencontrarme.

No pude seguir escribiendo. No fue falta de inspiración: fue la lluvia que comenzó a caer con fuerza. 

 Toda mojada, con mi blog de notas estropeado por las gotas de agua que caían, se me ocurrió refugiarme en un cuartucho casi en ruinas que había en unos bancales de coliflores. 

Me sorprendió encontrar una chimenea encendida cuando hube entrado dentro. 
Era una estancia pequeña y no había nadie allí. Tenía un camastro en un rincón. Estaba desaliñado y había una guitarra encima que parecía estar dormida después de un arduo trabajo. Tenía una cuerda rota. 

Quedé frente a la entrada mirando cómo llovía. 

De pronto, sobresaltada, me giré sobre mis pasos, y allí estaba, la guitarra rasgueaba una rumba.
 Nadie la tocaba. 
Ella seguía sin cesar rasgueando, con su cuerda rota haciendo surcos cimbreantes.
 Me daban ganas de ponerme a bailar; pero me contuve.
Me percaté de que estaba sola en medio del campo, en un cuartucho solitario y con una guitarra que tocaba una rumba sin que nadie pusiera sus manos en ella. 

Salí corriendo de allí. Subí a mi bicicleta, y con la lluvia chocando contra mi cara, marché con la intención de contar a quién quisiera escucharme la extraña experiencia que había vivido. 
Desistí de ello, ya que me tomarían por loca y nadie me iba a creer.

María Encarna Rubio




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MAMÁ OSA PERIPITOSA

En la casita del bosque todo iba bien. Las gallinas ponían sus huevos en una cesta y mamá osa los llevaba al mercado. Sería bonito pensar q...