¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!
Resonaban las pisadas chapoteando sobre el lecho del exiguo
riachuelo.
—«¡Soy un híbrido de
mustang y cebra africana!» Las risas de los niños sonaron
explosivas mientras el abuelo hundía, una y otra vez los pies,
saltando encima del hilillo del agua, haciendo asomar sus calcetines
a rayas levantando con sus manos los bajos de las perneras de sus
pantalones.
En verdad, era cómica la
postura del abuelo, y los niños, contagiados de su euforia,
comenzaron a chapotear y a gritar con fuerza: «¡Somos híbridos de
abuelos y de abuelas!»
El estruendo se hacía eco
en la lejanía que devolvía multiplicadas las voces infantiles:
«¡Elas! ¡Elas! ¡Elas!»
Todos acabaron salpicados y
empapados por el agua del arroyo, que discurría sosegada, y en
llegando a la “poza” se emancipaba del reguero y se quedaba en
el remanso.
El vientecillo sempiterno
del monte, hacía tiritar de frío sus cuerpos cubiertos de ropas
húmedas. Corrieron a toda prisa hacía la tienda de campaña
instalada a la sombra de un pino.
Allí les esperaba la
abuela, que puso el grito en el cielo al verlos llegar de aquella
guisa:
—«¡Pero, bueno! ¿No
habíamos quedado en que para bañaros en la poza os pondríais el
bañador?»
—¡Dame vitaminas, abuela!
Recibió por toda respuesta la abuela, que siempre salía provista de
todo lo que más gustaba a sus nietos. Entró en la tienda de
campaña, sacó de una mochila camisetas secas, y puso sobre la mesa
las viandas. Todos se abalanzaron sobre los bocadillos y las frutas
olorosas.
Mayo, es un mes lindo para
hacer acampadas en los montes cercanos a la casa donde vivían Ela y
Fermin. Disfrutaban llevando de excursión a sus cinco nietos para
inculcarles el amor por la naturaleza y buenos hábitos para emplear el
tiempo libre.
Aquél domingo, sería
memorable y difícil de olvidar. Dani, el menor de sus nietos, marcó
la anécdota del día, cuando vinieron a darse cuenta, había
desaparecido.
Angustiados, echaron a
buscarle por los alrededores llamándolo a gritos. Cuando llevaban
poco tiempo de búsqueda, encontraron una escalera cuyos peldaños
estaban esculpidos en la roca. Llegados al final de la misma,
encontraron la entrada de una caverna.
Avanzando hacia dentro,
vieron a Dani. Éste, al verlos, agitaba los brazos y gesticulaba
invitándoles a llegar hasta donde él estaba. Se hallaba ante un
cofre lleno de joyas y de monedas de oro que brillaban a la luz
cenital que se filtraba a través de una rendija que había en el
techo.
La cueva había sido guarida
de bandoleros que anduvieron por aquellos contornos en siglos
pasados.
Los niños, llenos de
contento, pensaban que aquellas riquezas serían para ellos, pero
Fermín, su abuelo, los informó de que tendrían que declarar el hallazgo a las
autoridades y que pasarían a ser de bien común como todos los
tesoros que se encuentran en cualquier parte.
De vuelta a la tienda, Dani, hizo un guiño a su abuela y sacó un precioso anillo de su
bolsillo:
—Mira, abuela, lo encontré
en le monte y lo guardé para ti.
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