lunes, 4 de junio de 2018

LA CANCIÓN DEL AGUA


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Habían pasado dos años desde que llovió la última vez. Las lluvias se habían dejado notar por su ausencia. La primavera era inminente, pero la hierba en el campo se resistía a brotar. Donde años atrás, todo era una explosión de amapolas y margaritas, este año apenas asomaban uno hierbajos enfermizos. El sol, al aparecer en la cima de los montes, deslumbraba con su aspecto incandescente, y todos los seres vivos del lugar corrían a refugiarse de sus rayos abrasadores. En aquellos contornos, ya no había agua almacenada en los aljibes.

No cabía ninguna duda de que iba a ser una primavera seca y un verano abrasador. Por ello, estaba prohibido agotar las escasas reservas de agua del “Alubión” nombre del gran aljibe que estaba emplazado al final del ramblizo que bajaba desde lo alto del monte. Los dueños del caserón racionaban su contenido y solo se utilizaba el agua para beber. No se podía lavar la ropa. Para este menester se enganchaba a la "Rubia" yegua joven y robusta, en el carro y se hacía todo un día de salida hasta llegar al río, que se hallaba a seis kilómetros de distancia. Ese día era de gran algarabía para unos y de gran tristeza para otros: alegría para los que se iban, tristeza para los que se quedaban.

No era frecuente salir de la casa solariega emplazada en la soledad del campo. En el carro, ocupado en sus alforjas con ropa de cama y y grandes ollas con jabón disuelto en agua caliente, viajaban las jóvenes sirvientas  que reían con sus chistes y su alegría de vivir. Habían madrugado para hacer los preparativos necesarios, pero no acusaban cansancio alguno. En la casona, el ambiente era triste y de gran recogimiento religioso, no había espacio para el esparcimiento y la distensión. Julina, la señora de la casa, estaba recluida en la inmensa soledad de la sierra intentando sanar de su enfermedad pulmonar, azote de la época, la tuberculosis la estaba consumiendo. Languidecía sin remedio. Rogativas y cantos religiosos se oían por doquier, y la servidumbre vivía en gran recogimiento realizando las tareas del hogar. El día de colada era recibido como un bálsamo para sus jóvenes espíritus inquietos... Cuando iban en busca del caudal de aguas cristalinas, sus canciones iban dirigidas a la vida y al amor.



Las ruedas del carro chirriaban al chocar con las piedras del camino. Transcurrida media hora, bajando por el puerto de la sierra, se veían a lo lejos los tejados de las casas de la aldea que se hallaba justo al borde de la vega del río. Ya en la huerta, todo era exuberancia y verdor. Los brazales y las landronas se hallaban jalonados de todo un enjambre de árboles frutales, de chopos y moreras. Los bancales quedaban como a parcelados por ellos, con sus cultivos alineados con esmero y sus trigales salpicados de amapolas. Era el milagro del río. Un inmenso jardín que alimentaba el espíritu, seco, hambriento de la brisa que se desprende del vergel que produce a su paso el agua del río.

 Mariana, la más joven y callada, estaba muy influida por el ambiente religioso que se vivía en el caserón. Mientras todas charlaban y reían por cosas banales, ella meditaba. Restregaba y frotaba las sábanas de hilo primorosamente bordadas y miraba sus delicadas manos juveniles:
¡Qué maravilla hizo Dios al crear al hombre! Seguro que nada sería igual si no tuviéramos manos. Con ellas lo hacemos todo... El ser humano es la más hermosa creación de Dios.
No importa que estemos destinados a desaparecer dejando el cuerpo abatido como un despojo. Antes de partir cumplimos misiones que van quedando al servicio de los que se quedan.
Te doy gracias, Señor: Por mi salud, por mis manos, y por todo mi ser”
Y sus reflexiones emocionadas se las llevó la corriente del río.





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