Habían
pasado dos años desde que llovió la última vez. Las lluvias se
habían dejado notar por su ausencia. La primavera era inminente,
pero la hierba en el campo se resistía a brotar. Donde años atrás,
todo era una explosión de amapolas y margaritas, este año apenas
asomaban uno hierbajos enfermizos. El sol, al aparecer en la cima de
los montes, deslumbraba con su aspecto incandescente, y todos los
seres vivos del lugar corrían a refugiarse de sus rayos abrasadores.
En aquellos contornos, ya no había agua almacenada en los aljibes.
No
cabía ninguna duda de que iba a ser una primavera seca y un verano
abrasador. Por ello, estaba prohibido agotar las escasas reservas de
agua del “Alubión” nombre del gran aljibe que estaba
emplazado al final del ramblizo que bajaba desde lo alto del monte.
Los dueños del caserón racionaban su contenido y solo se utilizaba
el agua para beber. No se podía lavar la ropa. Para este menester se
enganchaba a la "Rubia" yegua joven y robusta, en el carro
y se hacía todo un día de salida hasta llegar al río, que se
hallaba a seis kilómetros de distancia. Ese día era de gran
algarabía para unos y de gran tristeza para otros: alegría para los
que se iban, tristeza para los que se quedaban.
No
era frecuente salir de la casa solariega emplazada en la soledad del
campo. En el carro, ocupado en sus alforjas con ropa de cama y y grandes ollas con jabón disuelto en agua caliente,
viajaban las jóvenes sirvientas que reían con sus chistes y su
alegría de vivir. Habían madrugado para hacer los preparativos necesarios, pero no acusaban cansancio alguno. En la casona, el ambiente era triste y de gran
recogimiento religioso, no había espacio para el esparcimiento y la
distensión. Julina, la señora de la casa, estaba recluida en la
inmensa soledad de la sierra intentando sanar de su enfermedad
pulmonar, azote de la época, la tuberculosis la estaba consumiendo. Languidecía sin remedio. Rogativas y
cantos religiosos se oían por doquier, y la servidumbre vivía en
gran recogimiento realizando las tareas del hogar. El día de colada
era recibido como un bálsamo para sus jóvenes espíritus
inquietos... Cuando iban en busca del caudal de aguas cristalinas,
sus canciones iban dirigidas a la vida y al amor.
Las
ruedas del carro chirriaban al chocar con las piedras del camino.
Transcurrida media hora, bajando por el puerto de la sierra, se veían
a lo lejos los tejados de las casas de la aldea que se hallaba justo
al borde de la vega del río. Ya en la huerta, todo era exuberancia y
verdor. Los brazales y las landronas se hallaban jalonados de todo un
enjambre de árboles frutales, de chopos y moreras. Los bancales
quedaban como a parcelados por ellos, con sus cultivos alineados con
esmero y sus trigales salpicados de amapolas. Era el milagro del río.
Un inmenso jardín que alimentaba el espíritu, seco, hambriento de
la brisa que se desprende del vergel que produce a su paso el agua del río.
Mariana,
la más joven y callada, estaba muy influida por el ambiente
religioso que se vivía en el caserón. Mientras todas charlaban y
reían por cosas banales, ella meditaba. Restregaba y frotaba las
sábanas de hilo primorosamente bordadas y miraba sus delicadas manos
juveniles:
—¡Qué
maravilla hizo Dios al crear al hombre! Seguro que nada sería igual
si no tuviéramos manos. Con ellas lo hacemos todo... El ser humano
es la más hermosa creación de Dios.
No
importa que estemos destinados a desaparecer dejando el cuerpo
abatido como un despojo. Antes de partir cumplimos misiones que van
quedando al servicio de los que se quedan.
“Te
doy gracias, Señor: Por mi salud, por mis manos, y por todo mi ser”
Y sus
reflexiones emocionadas se las llevó la corriente del río.
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