Nalem caminaba de modo peculiar: lo hacia a grandes zancadas agitando su melena. Daba la impresión de ser un híbrido de caballo mustang y cebra africana cuando vestía una minifalda a rayas...
¡Pobrecita Nalem! Había nacido en el seno de una familia barrio bajera y de todo había tenido carencias: de amor, de sustento, de educación, y por más que lo intentaba no lograba emanciparse del lastre que todo ello había imprimido en sí misma.
Ella lo sabía, y en su sempiterno empeño por pulir su estilo y sus modales, daba un paso adelante y tres hacía tras. ¡No conseguía lucir fina y elegante!
El caso es que, tenía muchas virtudes, y sobre todo, una linda voz de soprano que cautivaba. Cantaba sin cesar, y no solo en la ducha: se había integrado en el coro de la parroquia, donde todos los componentes eran de lo más selecto del barrio.
Sus complejos la hacían sentirse fuera de lugar, y esto, a la hora de cantar, le impedía dar de sí todo lo que llevaba dentro... ¡Una pena!
Una mañana, decidida a resolver el problema, pensó pedir cita con el psicólogo para vaciar en él sus angustias y buscar un poco de paz interior.
Por fin llegó el día de la cita:
—Doctor, me siento abrumada. No consigo afianzar mi personalidad... Y fue desgranando con detalle todos los avatares que había tenido que superar a lo largo de su vida desde que nació.
—Está bien —dijo el doctor —si sigues mis consejos todo lo vas a superar. Ten la seguridad, de que cuando halles la calma en tu interior, esa calma se reflejará en ti. Es indudable que se refleja hasta en nuestra manera de andar nuestro estado interior. Busca un rincón que todos tenemos, dónde se halla nuestra capacidad de amar. ¡Ama! Ama a la vida...A los demás, a ti misma, olvida el pasado que ya no existe, y canta... La música es la panacea para todos los males. ¡Dios te dio un don para que lo disfrutes y lo des para que lo disfrutemos todos.
Y Nalem cantó, y la vida le sonrió.
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