miércoles, 1 de noviembre de 2017

CASTAÑAS ASADAS

 La noche era de lo más normal para la época del año que corría: habían pasado las fiestas de Navidad y en las calles de toda la ciudad, a pesar de estar excesivamente iluminadas, no se veía ni un alma. Solo algún puesto de castañas asadas se mantenía, aquí y allá, por si algún viandante le apetecía calentarse las manos con los frutos recién sacados de las brasas.

En un rincón escondido entre parterres y setos de la glorieta, un indigente y una indigente se disponían a pasar la noche apretujados, uno contra otra, aportando al conjunto el propio calor de sus cuerpos. Se arrebujaban con una manta dentro de su cabaña de cartón, hecha a propósito.

—¿Cómo te has escapado de la recogida de indigentes?—Y, a todo esto... ¿Cómo te llamas? —dijo el chico a la chica a la que acababa de conocer de modo fortuito.
—¿Para qué quieres saber como me llamo? ¿Acaso te he preguntado yo a ti como te llamas? —Dijo la chica con gesto agrio—Si te parece bien, antes de entrar en intimidades, vamos a comer ese bocadillo que dices que has comprado y a echar un trago, porque... has traído vino, ¿verdad?

—No. Vino no. He traído coñac. Pero coñac del bueno—contestó él ¿A que no sabes cuánto dinero he recogido hoy?

—Si no me lo dices, no—replicó ella con curiosidad.

—He recogido... ¡Cien euros!

—¡Qué barbaridad! —dijo la indigente casi gritando la respuesta— podríamos haber dormido en una pensión. Con las ganas que tengo yo de coger un colchón decente, en una cama caliente, en una habitación abrigada, con un cuarto de baño... Más o menos...Y hablando de decencia, tú, ¿por qué estás en la calle... Tirado?

—¿No me has dicho que antes de intimidades el bocadillo? — Anda, toma y come —le replicó él irritado —Y, ojo con meter la mano donde no debes meterla. Que he visto como te brillaban los ojos cuando te he dicho el dinero que he recogido.

—No se hable más—dijo ella— venga el bocadillo y a comer. Y prepárate para ir a comprar unas castañas asadas calientes para el postre, que mañana tendrás que regalarme algo bueno si quieres que pasemos la noche juntos. Ah...Y otra cosa... Pasa por los servicios de la estación de autobuses y lávate, que pareces el hombre de las cavernas. Ya no se sabe a qué hueles.

—!Mira, quién vino a hablar!—dijo él joven— ¿Acaso te has creído que tú hueles a rosas? ¿Y que eres la reina? Pues que sepas que vas dejando un tufillo que se sabe donde estás a cien metros de distancia.

—¡No te enfades, que la noche es larga!—repuso la indigente— trae ese coñac para acá... A mí ya no me queda bocadillo, ¿y a ti?

—Vamos a callarnos... Que cómo se den cuenta de que estamos aquí... Vendrán, nos recogerán y nos llevarán al albergue—recomendó él precavido. 

—¡Al albergue no! —casi gritó ella—¡Qué manía tienen...! —¿Por qué no la dejarán a una vivir su vida en paz?— ¿Tú crees que si yo quisiera vivir de otra manera, no buscaría la forma de hacerlo? Los vagabundos somos necesarios en esta vida: Somos el estímulo, el ejemplo para la gente que nos ve. Se sienten generosos y buenos cuando nos ayudan, y se animan a trabajar duro para no verse en nuestra situación... Somos muy necesarios para que los demás se sientan ricos, por pobres que sean.




—Anda, echa otro trago y arrímate acá, que me has salido muy filósofa.

M.E.Rubio Gonzáles

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