En
las calles de toda la ciudad, —a pesar de estar excesivamente
iluminadas— no se veía ni un alma. Hasta las ratas temían sacar
el hocico por si se les congelaba.
En
un rincón, escondido entre parterres y setos de la glorieta, un
indigente y una indigente, se disponían a pasar la noche apretujados
uno contra otra, para compartir mutuamente la intimidad y el calor de
sus propios cuerpos. Se arrebujaban y se protegían del frío con
unos cartones encontrados entre la basura, y también con una vieja
manta mugrosa.
—¿Cómo
te has escapado de la recogida de indigentes? —dijo el chico a la
chica a la que acababa de conocer de modo fortuito. —Y,
a todo esto... ¿Cómo te llamas?
—¿Para
qué quieres saber cómo me llamo? ¿Acaso te he preguntado yo a ti
cómo te llamas...? Si te parece bien, —antes de entrar intimidades— vamos a comer ese bocadillo que dices que has comprado y a echar un
trago, porque... has traído vino, ¿verdad? —le contestó ella con
aspereza.
—No.
He traído coñac. Pero coñac del bueno. ¿A que no sabes cuánto
dinero he recogido hoy pidiendo en la puerta de la catedral?
—Si
no me lo dices, no.
—He
recogido... ¡Cien Euros!
—¡Qué
barbaridad! —Gruñó ella—. Podríamos haber dormido en una pensión. Con las ganas
que tengo de coger un colchón cómodo, en una cama decente, en una
habitación caliente, con un cuarto de baño... más o menos
decente...Y hablando de decencia, tú, ¿por qué estás en la
calle... tirado?
—¿No
me has dicho que antes de entrar en intimidades comamos el bocadillo? —Anda,
toma y come, morena... —Le
replicó él irritado—. Y ojo con meter la mano donde no debes
meterla. Que he visto como te brillaban los ojos cuando te he dicho
el dinero que he recogido.
—¡No
se hable más! Venga. El bocadillo, y a comer —farfulló ella más que dijo—. Y prepárate para ir a
comprar unas castañas asadas calientes para el postre, que mañana
tendrás que regalarme algo bueno si quieres que pasemos la noche
juntos. Ah...y otra cosa... pasa por los servicios de la estación de
autobuses y lávate, que pareces el hombre de las cavernas. Ya no se
sabe a qué hueles.
—!Mira,
quién vino a hablar! ¿Acaso te has creído que tú hueles a rosas?
¿Y que eres la reina de España? Pues que sepas que vas dejando un
tufillo que se sabe dónde estás a cien metros de distancia.
—¡No
te enfades, que la noche es larga, hombre! Trae ese coñac pacá... —Dijo ella apaciguadora, por último—. A
mí ya no me queda bocadillo, ¿y a ti?
—Vamos
a callarnos... que como se den cuenta de que estamos aquí...
vendrán, nos recogerán y nos llevarán al albergue —argumentó el muchacho.
—¡Al
albergue no! ¡Qué manía tienen...! ¿Por qué no la dejarán a una
vivir su vida en paz? Tú crees que si yo quisiera vivir de otra
manera, ¿no buscaría la forma de hacerlo? Los vagabundos son
necesarios en esta vida: somos el estímulo, el ejemplo para la gente
que nos ve. Se sienten generosos y buenos cuando nos ayudan, y se
animan a trabajar duro para no verse en nuestra misma situación...
Somos muy necesarios para que los demás se sientan ricos por
pobres que sean.
—Anda,
echa otro trago y arrímate pacá, que me has salido muy filósofa.
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