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Dormitaba a la sombra del sauce Terencio. Le había puesto nombre para distinguirlo de los demás, le notaba peculiaridades que otros no tenían. Cuando el viento mecía sus ramas parecía entonar canciones de piratas. Cierto que el río no se hallaba muy lejos de su desembocadura. Los meandros amansaban el cauce, y el sauce parecía besar sus aguas tranquilas.
Pedro, el pescador adormilado, tendía su caña, tenía gran ilusión en pescar una trucha, pero nunca lo conseguía. Apoyaba en el tronco su espalda y un gran sopor le invadía: quedaba presa de una pesadilla que se repetía una y otra vez. Soñaba que las vibraciones de la caña ponían en acción las ramas de Terencio. Éste, las sumergía en las mansas aguas, atrapaba la trucha del anzuelo, y la llevaba hasta las horribles fauces de Terencio que las tenía justo por encima de su espalda.
Esa mañana la pesadilla tomó otra connotación: las ramas de Terencio se convertían en tentáculos vizcosos que le atrapaban para llevarle a las fauces de Terencio que las abría de modo desmesurado.
Le despertó un repugnante olor a pescado putrefacto. Una suave brisa movía las ramas de Terencio que le daban un masaje inusitado.
Corrió tan de prisa como pudo. Olvidó la caña de pescar. O quizás la dejó por si Terencio quería seguir pescando.
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