viernes, 20 de febrero de 2015

PARA ELISA



-Los la servidumbre, se veían armonizadas por la clara y espléndida interpretación de “Para Elisa” de Beethoven.  La bella Elisa la interpretaba como si hubiese sida lluvia golpeaba los cristales. La mansión era una nube de penumbra. Las notas del piano todo lo invadían, hasta el último rincón. Las buhardillas donde tenía sus aposento compuesta para ella. Desde niña la hizo suya, como si un enamorado anónimo la hubiese compuesto para ella loco por un amor sin límite.  Venían a su recuerdo los años de su infancia. Veía sus rizos dorados, cuidados con esmero, caer sobre sus ojos con el impulso de su menudo cuello movido al son de los compases, y, tratando de llegar con sus deditos a las teclas precisas para dar vida a su composición favorita, que llevaba su mismo nombre.
-¡Bien, bien, Elisa! —Decía su profesora de piano dándole estímulo, consciente de las actitudes de la niña. 
Ahora, en sus años de adulta, siempre que la lluvia golpeaba los cristales, sentía nostalgia y pretendía revivir los momentos que, a pesar del tiempo transcurrido, guardaba en lo más profundo de su corazón.
¿Por qué acudía la nostalgia cuando la lluvia golpeaba los cristales? Vivía en la tierra donde el sol tiende su hogar. Era extraño ver un día lluvioso…, un día gris.
Dejó el piano en reposo y subió por la escalinata rozando con el bajo de su larga bata de terciopelo azul la alfombra roja que cubría los peldaños. De frente se encontraba la capilla donde una imagen de la “Purísima” presidía el altar cubierto con fino paño de hilo bordado primorosamente por ella. Se arrodilló en el reclinatorio de nogal  tallado.
Se dispuso a meditar, como tenía por costumbre, ante la Virgen a la que tenía gran devoción. Hizo balance de su vida. Las lágrimas se agolparon en sus ojos pugnando por salir como un torrente. 
Se había casado con Ernesto abandonando su carrera musical, su familia, sus amigos. Lejos de su tierra tenía todo cuanto pudiera desear la más exigente de las damas; pero los hijos no habían llegado. Rezaba y pedía sin que sus plegarias fuesen escuchadas. Pasaban los años y la bella Elisa, rica en virtudes y en bienes, no veía realizado su más ferviente deseo: ser madre.
Dedicaba su tiempo y su dinero a la caridad y la oración. Sus servidores la adoraban, y se apenaban viéndola languidecer de pena y de nostalgia. Ernesto pasaba largas temporadas de viaje. Apasionado por la Arqueología, sus viajes a lo largo del mundo duraban meses y meses. Tenía obsesión por el mundo hispano.  Sus temores de no volverlo a ver la tenían al borde de la depresión.  Los momentos de meditación se vieron interrumpidos: Ernesto había vuelto de su viaje. La calesa que le trajo desde el puerto traía dos ocupantes, Ernesto había invitado a un colega compañero de trabajo. Los servidores los atendían y corrían a dar la noticia a la señora.
Avisada por Marcela, su doncella, Elisa se dispuso a vestirse  adecuadamente para recibir visita. Al cruzar la escalinata los vio. En lo alto, parada en el rellano, parecía algo irreal. Con su melena de bucles dorados, su bata de terciopelo azul contrastando con el rojo de la alfombra que cubría los peldaños, parecía un cuadro de Goya.
Williams, el invitado, ya nunca podría apartarla de su mente. Sus ojos verde claro se abrieron desmesuradamente quedando fijos en su imagen, y  le pareció tan bonita, que ya jamás la podría olvidar.
El invitado de Ernesto, de mediana edad, pertenecía a la nobleza inglesa. Hombre de gran cultura y modales refinados, tuvo un comportamiento exquisito con su anfitriona. Esa misma noche, Ernesto fue reclamado para unos asuntos urgentes que no admitían demora y Elisa hubo de atender a su huésped. Cenaron en soledad. La cocinera de la casa puso a prueba sus artes culinarias y toda la servidumbre hubo de comportarse con la precisión que su ama les había enseñado. 
También Elisa sacó a colación su esmerada educación. A pesar de que Williams  hablaba castellano, todo lo comentado durante la cena fue en perfecto inglés. 
Entre otras cosas, hizo ella comentarios con respecto a su última ocupación. Casi estaban concluidas unas viviendas que ella donaba al pueblo para que nadie se viese sin un techo donde cobijarse.
Williams no entendía cómo Ernesto podía dejar en abandono a una mujer como la que tenía en casa.
Esa noche Ernesto no visitó el dormitorio conyugal. Las siguientes tampoco. Siempre había algún imprevisto. Elisa no podía disimular la humillación que sentía ante su huésped, que bien a las claras, se percataba del hecho. Una noche de luna llena, mirando por el balcón, la vio pasear por el jardín como un hada sin varita y sin luces. Sus sentimientos se agolparon de pronto en un afán de verla sonreír y salió a su encuentro.
La sorprendió. Se le acercó con sigilo, y poniendo sus manos  sobre sus ojos, le susurró en inglés:
You´ll never be alone because I am with you
Ella quedó perpleja. Veía al hombre enamorado y solícito. Sintió una conexión con su yo que nunca antes había sentido.   La noche anterior tuvo un sueño: los llantos de un bebé la despertaron sobresaltada. No supo cómo, pero los brazos y las caricias de Williams le hicieron sentirse cerca de Dios de un modo místico que nunca podría olvidar.
Ernesto ni se percataba de lo que sucedía en su hogar. Los asuntos que era preciso resolver antes de marchar de nuevo le tenían tan absorto, que agradecía a su mujer que atendiera por él a su invitado.
Llegó el día de la partida. Dio un beso en la mejilla a Elisa, le dio permiso para regalar un órgano a la iglesia del pueblo y le dijo que volvería pronto.
Pasado un mes, Elisa comenzó a sentirse extraña. Sentía náuseas y no podía soportar los olores de los guisos que se hacían en la cocina. La menstruación no aparecía y sus pechos estaban tomando una forma extraña.
Pronto cayó en la cuenta de lo que le sucedía y supo que tenía un problema grave  que resolver. Se puso en contacto con su hermano Andrés. Éste era médico y seguro que le ayudaría a salir del atolladero. Su deseo de ser madre se iba a realizar, pero..., ¡de qué manera!
Antes de que su figura denotara la realidad la situación, su hermano hizo un diagnóstico ficticio de su indisposición ante su marido. Insinuó a su cuñado que Elisa padecía una enfermedad contagiosa  con la consiguiente necesidad de marchar unos meses al monte, para recuperar su salud. Marchó a una finca que él poseía más al sur. Ernesto recibió la noticia y confió ciegamente en que su cuñado se ocuparía de cuidarla.
No marchaba la señora a parte alguna sin la compañía de su piano. Las horas eternas del día las amenizaba con las composiciones de sus autores preferidos. Sus dedos volaban como palomas por el teclado. Adquirió tal virtuosismo, que los sirvientes  que la cuidaban,  la admiraban tanto que no querían que llegase el momento de su partida. 
Nació un niño. Elisa, con el corazón destrozado, hubo de entregarlo al cuidado de su padre que se lo llevó a Inglaterra.
Durante el tiempo que estuvo ausente,  Ernesto, creyendo que Elisa había sido presa de la terrible tuberculosis, azote de la época, mandó construir en el cementerio del pueblo un mausoleo digno de una reina. Entre las humildes tumbas abiertas a golpe de azadón y pala, parecía un monumental castillo en medio de los campos yermos.
Todo pasó. Volvía la señora a su mansión recuperada y segura de que no era ella la estéril como su marido pensaba. 
Ernesto miraba  con intriga a su mujer. Tenía ante sí a una Elisa desconocida. Todo en ella había cambiado. Había en su mirada una resolución, un misterio extraño que nunca antes había observado. Todo parecía seguir su curso con toda normalidad; pero, cuando le anunció su marcha a unas excavaciones en Perú, ella, sin preámbulos ni ambages, le dijo:
--Yo también me marcho. Voy a formar un quinteto con mis antiguos compañeros de conservatorio. Creo que no debo privar a la sociedad de mis actitudes para la música.
A  Ernesto, la sorpresa le dejó sin aliento. ¡Su mujer no podía hacer tal cosa! No estaría bien visto; pero la vio tan resuelta, que al final accedió.
Los teatros se llenaban de un público selecto que pagaban fortunas por oír a la bella Elisa que derramaba sobre las teclas las lágrimas de su infortunio.
Cuando, cansada de vagar, volvió extenuada a su mansión del pueblo, recibió la noticia de que Ernesto había sufrido un accidente en las ruinas del Machu Picchu. Le mandaban sus pertenencias en unos baúles. Había sido sepultado por un derrumbamiento y su cadáver no había sido hallado.
Mandó Elisa construir un zulo debajo de la escalinata. Metió allí los baúles, y selló el habitáculo con un muro de piedra.
Una mañana la encontraron los sirvientes, inerte sobre la cama. Su sepelio fue memorable. Todo el camino hasta llegar al cementerio fue cubierto de pétalos de azucenas. Su mausoleo rebosaba de flores blancas y  de rosas.
 Al no tener hijos, el matrimonio había hecho en su momento testamento. La mansión fue donada al pueblo para usos culturales.  
Cuentan los lugareños, que las noches de lluvia, suenan las notas del piano y que a través de las ventanas, han visto una sombra subir la escalinata, desapareciendo a través de la puerta de la capilla.  También cuentan los descendientes de los sirvientes de la casona que los baúles de Ernesto venían llenos de tesoros arqueológicos de valor incalculable. Elisa los mandó a Inglaterra en secreto. Todos se preguntaban:  ¿Por qué?                                                     



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