—¡Aleluya!, ¡Aleluya!—gritaba la anciana Consuelo en el colmo de la euforia: había encontrado la guitarra de su marido. Estaba en un viejo armario que se mantenía cerrado desde que falleciera de improviso. Era su armario secreto. No le permitía a nadie abrirlo para ver lo que guardaba.
Fue grande su sorpresa. La anciana escritora de cuentos no sabía que su marido sabía tocar la guitarra. Nunca la tocó ante ella.
—¡Mi Emegildo no me dijo todas sus verdades! — pensaba la anciana, mohína y un poco perturbada.
También contenía el armario entre sus cosas, una gabardina con las mangas cruzadas en forma de abrazo.
Se consolaba pensando en la gabardina con las mangas cruzadas, pensaba que era un abrazo que su marido le dedicaba.
—¡Rufina, ven, nos vamos de visita! —gritó la anciana a todo pulmón.
—¿A dónde me llevará! —pensó Rufina— igual me lleva a casa de los vecinos. ¿Estará el guaperas del gato fornido?
Rufina quedó confusa al ver que la anciana Consuelo portaba la guitarra metida en su funda.
Al llegar a la casa de la finca colindante, la confusión de Rufina subió de tono.
¡La anciana escritora de cuentos pretendía aprender a tocar la guitarra!
¡Cuando se lo diga a Perolo no lo podrá creer!
Pensaba Rufina
El dueño del gato guaperas sabía tocar la guitarra muy bien.
Y fue entonces, cuando escuchó la gata Rufina la canción que tanto le gustaba al ratoncito Perolo cuando sentía nostalgia.
La tocaban las manos habilidosas y voz potente del vecino de la finca colindante.
La cantó para que la escuchase la anciana escritora de cuentos, que al oírla, dejó escapar por sus ojuelos bonitos, pero arrugados, una lágrimita chiquita que solo Rufina pudo ver.
Cuando regresaron a casa la anciana rasgueaba sin parar las cuerdas del instrumento tantos años callado.
Intentaba seguir las instrucciones recibidas del vecino de la finca colindante.
—¡Práctica, práctica y práctica! —le recomendaba su maestro a la anciana.
Pasaba los días apostada a la sombra de su pino favorito con la guitarra apoyada sobre su pierna cruzada.
No le cabía duda a Rufina de que acabaría aprendiendo, tal era la constancia que la anciana Consuelo ponía en conseguir lo que quería.
Sus dedos hábiles, acostumbrados al teclado del ordenador, se deslizaban por las cuerdas de la guitarra con soltura.
Hasta que un día que Rufina dormitaba en lo alto del jacarandá,
casi cae al suelo de la sorpresa...
La voz un poco quebrada de la anciana Consuelo cantaba la canción favorita de Perolo, acompañándose con la guitarra de su amado Emegildo...
Y es que a ella, además de escribir cuentos, también le hubiese gustado ser cantante... Y pintora... Y actriz...
Y arquitecta... Y arqueóloga...
Pero lo que más le hubiese gustado de todo...
Es un secreto, no se puede decir.
María Encarna Rubio
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