—¡Rufina!, ¡Dónde estás! —gritaba la anciana Consuelo con todas las fuerzas de sus pobres cuerdas vocales y sus gastados pulmones —.
¡Ven pronto!
¡Vamos a celebrar una fiesta!
— ¿Una fiesta? —Pensó Rufina al escuchar a su ama— iré a ver que se le ha ocurrido.
Cuando Rufina bajó del jacarandá y se presentó ante la anciana, esta estaba haciendo brasas en la barbacoa con una gran fogata encendida.
Había una bandeja con carne fresca encima de la mesa del cenador... y con algo más que dejó perpleja a Rufina... ¡Sardinas!
Rufina nunca antes había visto aquellos peces que parecían montones de escamas de plata.
—¿Qué pretenderá hacer con eso?—pensó con recelo—. Acto seguido, y atraída por un raro olor que desprendían aquellos peces extraños, se acercó despacito a husmear en el pescado.
—¡Son sardinas, Rufina!, ¡Las he comprado para ti!, hoy es San Valentín, patrón de los enamorados, y como tú y yo no tenemos a ningún enamorado...
¡Pues vamos a celebrar que estamos vivas!
Rufina solo sabía una cosa: no pensaba comer sardinas.
Ella ya no era una gata de campo. Solo comería...
"Carne enlatada para gatos"
Entre idas y venidas de la anciana, los leños prendidos en el hogarcito de la barbacoa, se habían convertido en brasas incandescentes.
¡Todo un lujo de belleza que atraía a Rufina de modo poderoso!
Comenzó el ritual de la preparación de los alimentos para asar en la parrilla.
Cuando los efluvios que desprendía la sardina invadieron todo el jardín, Rufina sintió tal deseo de probarlas, que saltó sobre la parrilla que se hallaba aún en las brasas.
Por suerte, la anciana Consuelo estaba cerca. La agarró de la cola y de un fuerte tirón la salvó de quedar asada como una sardina.
Rufina creía que lo mejor del mundo era la carne enlatada para gatos, pero ese día de San Valentín aprendió que las sardinas asadas a la parrilla también le gustaban mucho.
Estaba ella saboreando su banquete, cuando de improviso, vio que la anciana escritora de cuentos descorchaba una botella de champan.
—¡Ah, eso sí que no lo haré!, ¡no beberé otra cosa que no sea agua!—mascullaba Rufina sin sacar el hocico del plato.
Cuando la copa de champan estuvo llena, la anciana Consuelo, para gran sorpresa de Rufina, se dirigió hacía el pino al que le había dado el nombre de su difunto marido, lanzó la copa con fuerza contra su tronco. Se rompió en pedacitos. Al tiempo que el champan se deslizaba tronco abajo, besaba y besaba a su árbol favorito con besos sonoros.
Después buscó su guitarra y cantó una canción dedicada a su amado y difunto marido:
¡Amado mío!
Te quiero tanto...
No sabes cuánto...
Ni lo sabrás...
Entre tanto Rufina, con la ingesta de sardinas que llevaba dentro, subió sobre el jacarandá a dormir una siestecita.
María Encarna Rubio
Las brasas de la barbacoa
—¡Rufina!, ¡Dónde estás! —gritaba la anciana Consuelo con todas las fuerzas de sus pobres cuerdas vocales y sus gastados pulmones —.
¡Ven pronto!
¡Vamos a celebrar una fiesta!
— ¿Una fiesta? —Pensó Rufina al escuchar a su ama— iré a ver que se le ha ocurrido.
Cuando Rufina bajó del jacarandá y se presentó ante la anciana, esta estaba haciendo brasas en la barbacoa con una gran fogata encendida.
Había una bandeja con carne fresca encima de la mesa del cenador... y con algo más que dejó perpleja a Rufina... ¡Sardinas!
Rufina nunca antes había visto aquellos peces que parecían montones de escamas de plata.
—¿Qué pretenderá hacer con eso?—pensó con recelo—. Acto seguido, y atraída por un raro olor que desprendían aquellos peces extraños, se acercó despacito a husmear en el pescado.
—¡Son sardinas, Rufina!, ¡Las he comprado para ti!, hoy es San Valentín, patrón de los enamorados, y como tú y yo no tenemos a ningún enamorado...
¡Pues vamos a celebrar que estamos vivas!
Rufina solo sabía una cosa: no pensaba comer sardinas.
Ella ya no era una gata de campo. Solo comería...
"Carne enlatada para gatos"
Entre idas y venidas de la anciana, los leños prendidos en el hogarcito de la barbacoa, se habían convertido en brasas incandescentes.
¡Todo un lujo de belleza que atraía a Rufina de modo poderoso!
Comenzó el ritual de la preparación de los alimentos para asar en la parrilla.
Cuando los efluvios que desprendía la sardina invadieron todo el jardín, Rufina sintió tal deseo de probarlas, que saltó sobre la parrilla que se hallaba aún en las brasas.
Por suerte, la anciana Consuelo estaba cerca. La agarró de la cola y de un fuerte tirón la salvó de quedar asada como una sardina.
Rufina creía que lo mejor del mundo era la carne enlatada para gatos, pero ese día de San Valentín aprendió que las sardinas asadas a la parrilla también le gustaban mucho.
Estaba ella saboreando su banquete, cuando de improviso, vio que la anciana escritora de cuentos descorchaba una botella de champan.
—¡Ah, eso sí que no lo haré!, ¡no beberé otra cosa que no sea agua!—mascullaba Rufina sin sacar el hocico del plato.
Cuando la copa de champan estuvo llena, la anciana Consuelo, para gran sorpresa de Rufina, se dirigió hacía el pino al que le había dado el nombre de su difunto marido, lanzó la copa con fuerza contra su tronco. Se rompió en pedacitos. Al tiempo que el champan se deslizaba tronco abajo, besaba y besaba a su árbol favorito con besos sonoros.
Después buscó su guitarra y cantó una canción dedicada a su amado y difunto marido:
¡Amado mío!
Te quiero tanto...
No sabes cuánto...
Ni lo sabrás...
Entre tanto Rufina, con la ingesta de sardinas que llevaba dentro, subió sobre el jacarandá a dormir una siestecita.
María Encarna Rubio
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