Caminaban
monte arriba con el viento soplando fuerte. Las mochilas a la espalda, el
bastón de apoyo incrustándose en los riscos.
--¡Ja, ja, ja,...No hay viento ni marea que
nos detenga! --Reía de buena gana Marcela que caminaba detrás de Juanon, su
marido; salían a diario al monte. Llenaban las mochilas con golosinas, agua y
una botellita con licor de anís.
A veces, cuando llovía, salían con chubasquero
y paraguas, hacían un alto en una pequeña cueva. Tomaban galletas y el licor de
anís viendo caer la lluvia sobre la pinada. Los aromas del monte les
embriagaban los sentidos, se ponían románticos como dos jovenzuelos; se
besaban, conteniendo los impulsos de llegar más lejos, por aquello de guardar
la compostura en todo lugar y en todo momento. --Los esposos no necesitan
desparramar los sentimientos fuera del hogar. Todo tiene su lugar y su momento.
--Decía Juanón, hombre educado en la sobriedad y el comedimiento; pero Marcela,
volvía loco a Juanón y le sacaba de sus casillas cuando se lo proponía.
Aquella tarde, las intenciones de Marcela tenían premeditación y
alevosía. Llevaba toda la mañana maquinando un plan para seducir a Juanón en
pleno monte.
A Juanón, no le había pasado inadvertido lo verdaderamente preciosa que se
había puesto esa tarde. Se dio la vuelta en redondo para mirarla y
darle un beso, cosa habitual en él, pero a Marcela la cogió de improviso,
perdió el equilibrio y cayó rodando ladera abajo dando gritos de terror. Juanón
a su vez, quiso sujetarla para que no cayese y también cayó rodando tras ella.
Iban quebrantando arbustos y soltando piedras a su paso que caían en cascada
imparable barranco abajo.
Se abrazaron sin decir palabra. De pronto, Juanon
recordó la película que había visto días atrás. Por esas coincidencias que a
veces hay en la vida, en el tema de la película a una pareja de enamorados les
había pasado exactamente igual que a ellos. El protagonista había bajado hasta
el fondo, y halló un tesoro que los había hecho ricos, inmensamente ricos. Miró
con atención los destellos del fondo y dijo a Marcela:
--¡Tengo que bajar!
¡Algo me dice, que tengo que bajar!
--¡No,
por favor, no bajes! ¡Puede ser peligroso! --Decía Marcela asustada y temerosa.
--Me
sujetaré a esa raíz que baja hacia el fondo. Tengo que saber qué es, eso que
brilla.
Así
lo hizo. Según iba bajando, no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Cuánto
más bajaba, una veta de dorado metal se iba ensanchando hasta llegar a ser en el fondo, un total filón de puro oro.
A Juanón se le escapó un grito de alegría y
de asombro por el hallazgo, pero Marcela no pudo oírlo, había sufrido un desvanecimiento
y estaba inconsciente.
La consternación de Juanón era evidente y justificada. Al volver junto a Marcela y ver el estado en que se encontraba quedó preso de pánico. ¡Había cambiado de fisonomía! Tenía el cabello revuelto en ciento de rizos incontrolados. Sus ojos, dos llamas incandescentes. Su piel, casi transparente, y sus dentadura... ¡de oro, y sus uñas, y sus pestañas! --¡Oh! ¡Dios! Se decía, qué ha pasado aquí... ¿Estaremos malditos, cómo el Rey Midas? ¿Se convertirá en oro todo cuanto toquemos?
Marcela balbuceaba palabras de modo extraño, casi ininteligibles: ¡Hazme el amor Juanón! --decía mientras se desnudaba como una posesa.
Juanón lloraba desconsolado. Había encontrado una fortuna, pero había perdido a su mujer.
--¿Pero tú estás loca? ¡Mírate! ¡Si ya no te conozco! ¿Aquí, y en esta situación? ¡Qué disparate! ¿Has perdido el juicio!
--¡No Juanón, yo siempre he sido así, pero tú, nunca te diste cuenta!
BELLO CUENTO DE FINAL INESPERADO.ME CAUTIVO.saludos.
ResponderEliminarBELLO CUENTO DE FINAL INESPERADO.ME CAUTIVO.saludos.
ResponderEliminarSaludos, Elvira. Es bonito agradar con algo que escribiéndolo yo también lo pasé bien. Gracias.
ResponderEliminar