--¡No hay camino que no esté anegado por las aguas! --Decía Aniceto a su vecino, al que la tormenta le había cogido de visita en su casa. --No pienses en marcharte hasta que la tormenta amaine. Sería peligroso. No me lo perdonaría si algo te sucediera.
--¡Que no, hombre, que no! ¡Yo no me voy hasta que no pare de llover!
Salió Rufina, mujer de Aniceto, con leña seca del cobertizo, dispuesta a encender el fuego del hogar para hacer una sartén de migas. Era lo típico del lugar. Siempre que llovía, la familia comía migas. Alimento contundente, de muchas calorías, a base de aceite, harina, y embutidos de cerdo, muy agradable al paladar si está hecho en su punto.
Matias, que así se llamaba el vecino, se brindó para colaborar en la tarea de mover la masa en la sartén, ardua, muy trabajosa por cierto.
En verdad que, el ambiente que se genera junto al fuego friendo la masa hasta que se desmiga, es harto agradable. Reían contando sus correrías de juventud, y de vez en cuando, se daban un trago de vino de la bota.
Aniceto movía la masa con maestría adquirida con la práctica de años en esa tarea. Sudaba con el esfuerzo, el calorcillo del fuego, y los vapores que subían de la sartén. Una gota de moquillo se había instalado en la punta de su nariz moviéndose de un lado a otro sin llegar a desprenderse. Aniceto, con la amabilidad que le caracterizaba le decía a su vecino: --¿Te quedarás a comer? --Matias, con la mirada fija en la gotita le contestó muy diplomático: ¡Según dónde caiga, Aniceto, según dónde caiga!
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