miércoles, 8 de julio de 2015

HUMO


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Una estela de humo hacía figuras fantasmagóricas en el horizonte. La vieja casa del robledal, solitaria y deshabitada durante años, lanzaba bocanadas de humo por sus chimeneas. Los vecinos, extrañados por el hecho, se habían puesto de acuerdo para ir a investigar qué pasaba en el lúgubre y tétrico edificio. Nadie quería recordar la historia de lo ocurrido bajo el marco de la casona. La pobre y joven esposa de Alejandro, venida de tierras lejanas, flotando sobre las aguas del inmenso aljibe. Lleno hasta rebosar, tenía la capacidad de un pequeño pantano. Las lluvias frecuentes y copiosas, tenían el fin de su recorrido por los montes circundantes, en su fondo.



 ¡Pobre niña! Ella y el hijo que llevaba en su seno tuvieron el triste final en la frialdad de sus aguas. Nunca se supo qué pasó aquella noche siniestra. Alejandro desapareció sin dejar rastro y la bella casa del robledal quedó solitaria y maldita.Todos evitaban pasar cerca de ella, y, cuando lo hacían, aceleraban el paso sobrecogidos por el ingrato recuerdo.

 Se llamaba Mercedes la joven. Era dulce y bondadosa. Hacía visitas a los vecinos y daba el aspecto de aquella persona a la que las cosas le van bien y es feliz. Tenía gran ilusión por el hijo que esperaba y todo eran elogios hacia su marido. Aquella fatídica mañana en que la encontraron muerta, los vecinos no encontraban explicación a los hechos. Después de ser enterrada, como por arte de magia,  Alejandro se esfumó.

Llegaron los vecinos en comitiva llamando a la puerta:
--¡Ah de la casa!, ¿quién vive?...
Era Anselmo, el vecino más cercano. Vivía a medio kilómetro de distancia. Fue el más afectado por el nefasto suceso, ya que fue él el que sacó a Mercedes del aljibe. Le parecía verla con su larga melena negra flotando sobre las aguas y sus ojos abiertos como ventanas de oscura noche. La dulce curva de su vientre en flor, tan inerte como ella.
El gran portón de la entrada se abría con lentitud y una carita morena de larga trenza, se asomaba tímida y recelosa sin soltar la gran cadena que sujetaba la puerta:
--Buenos días, señores..., ¿qué desean ustedes?
--Somos vecinos, venimos a saludar y a ofrecer a ustedes nuestra amistad.
--Lo siento mucho, --dijo la intercepta --los señores no están, cuando regresen les diré que han venido ustedes.
Y cerró la puerta, quedando el silencio con un halo de mal presagio. 

Marchó la comitiva del vecindario sin muchas ganas de hablar. Rompió el silencio la señora Marcelina, ella siempre tenía la palabra precisa en el momento oportuno: 
--Pues, me parece que mañana vendremos otra vez. Hay que saber qué clase de gente nos rodea. De momento..., no han hecho grandes renovaciones, todo sigue como estaba. Ninguna persona medianamente apañada se mete en esa casa medio en ruinas.
--¿Os habéis fijado? --Dijo Paquisa, la mujer de Anselmo..., tenía ella fama de cotilla--, el aljibe sí tiene una puerta nueva, y bien cerrada por cierto, he contado tres candados y una barra de hierro que la atraviesa.
--No querrán que se caiga nadie. 

Andaban distraídos con tales comentarios cuando un coche nuevo, flamante, casi les atropella, se vieron obligados a meterse en la cuneta.
--Serán los nuevos vecinos, --dijo uno...
--Pues traen buenos humos, --dijo otro.
 En estas estaban, cuando sonó un disparo a sus espaldas dándoles un susto de muerte.

 Cuando Anselmo y  Paquisa llegaron a casa tenían una sorpresa que les dejó estupefactos..., Cardo, su perro, yacía en el suelo sin vida, ¡muerto! ¡muerto!, gritaron a coro.
--¿Quién habrá sido el hijo de...?, ¡Si lo agarro lo mato! 
Paquisa lloraba a lágrima tendida. Anselmo, mascullaba palabras que es mejor no repetir. Los demás vecinos no sabían qué decir para consolarlos.  
El misterio se cernía sobre el vecindario del robledal.
--Bien, --dijo Anselmo después  de muchas cavilaciones--, enterremos al perro y corramos una cortina de humo sobre todo lo pasado. ¡Cada uno en su casa, y Dios en la de todos! 

  

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