Con gran determinación, la señora Paca avanzaba por la acera empujando su carrito de la compra. Le servía de apoyo y pasito a pasito, hacía cálculos de lo que le faltaba para llegar al supermercado.
Había tomado la costumbre de caminar hablándole al carro, en su soledad, hablaba a cualquier cosa:
—¡Vaya tiempecito que nos hace esta mañana! Suerte que se me ha ocurrido ponerme la manteleta.
Cuando mi pobre Ernesto vivía, siempre miraba cómo estaba el tiempo fuera antes de salir. Yo, no soy tan precavida, salgo a la buena de Dios. Ayer sin ir más lejos salí sin paraguas y me calé hasta los huesos; debo tener bien las defensas porque no me he resfriado.
Mi vecina Lola está perdiendo la chapeta, se ha puesto minifalda, y con ochenta cumplidos, tú me dirás; pero... ¡qué vas a decir tú!... si eres un carro de la compra... Pero no te preocupes, pronto sacarán uno que hablará... Aunque lo saquen, yo a ti no te cambio por nada del mundo, eres el mejor compañero que he tenido: escuchas en silencio y me llevas los paquetes; también me echas una mano y me sostienes el equilibrio.
Qué malo es llegar a viejo. ¡Quién me ha visto y quién me ve...! Yo, que me comía el mundo: siete hijos he criado, y mira, si quiero conversar con alguien tengo que hacerlo contigo; claro, que si quisiera ir a vivir con alguno...
Tengo a mi Paquita que con el alma y la vida querría que me fuera con ella. Pero no. Si me voy de mi casa no podré recibir a todos, eso está claro.
Se irán distanciando y perderán el interés de ver a su madre. Ellos cuando vuelven a casa encuentran allí los recuerdos de su infancia. Les encanta subir a sus habitaciones y encontrar cada cosa que dejaron en su lugar, y rememorar sus vivencias en el hogar de sus padres... ¡No, no me iré! ¡Ah, mira, ya hemos llegado! Espera aquí que enseguida vuelvo.
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