viernes, 20 de junio de 2014

VILLA ADRIANA

  En "Villa Adriana" el verano tocaba a su fin. Los álamos hacían tintinear sus hojas mostrando el haz y el envés sin cesar, a impulsos del viento. La finca era un oasis en el desierto. Oculta tras una cerca de mampostería, que más bien parecía una muralla, pocos conocían el lugar de su emplazamiento.  Se abastecía de las aguas del arroyo que emanaba de los montes cercanos. El entorno, en muchos kilómetros a la redonda, eran campos de secano. Villa Adriana era un vergel, donde parecían tener su morada las ninfas y todos los dioses del Olimpo.       

 El doctor Amador, desde su más tierna infancia, pasaba allí los veranos con su familia. Esta heredad, había pasado de padres a hijos primogénitos desde tiempos inmemoriales. Estaban los herederos sujetos y obligados a conservar y proteger el patrimonio recibido y guardar el secreto de su existencia.  Amador amaba el lugar. Era una auténtica villa romana. El esplendor de sus mosaicos, sus murales, las columnas de mármol, todo de un valor arqueológico incalculable, estaba preservado, cerrado a los ojos del mundo.

 Algo aciago se presagiaba. Manuela, la única hija del doctor Amador, hacía tiempo que no hacía sus practicas de piano. El doctor andaba cabizbajo. La niña estaba pálida. Languidecía. 

Temía el doctor que el azote de la época se hubiese instalado en su hogar. La temida tuberculosis hacía estragos en esos tiempos. 
Él tenía más que claros los síntomas de ésta enfermedad. En Manuela no se daban. También había barajado la posibilidad de que una tenia, un parásito que se instala en el intestino humano absorbiendo todos los elementos vitales de la sangre, la hubiese invadido. También lo había descartado. Se aplicaron los remedios conocidos sin resultado.

Varios colegas conocidos del doctor visitaban a Manuela. Ninguno encontraba el diagnóstico de la enfermedad.

 La preocupación de todos se estaba convirtiendo en angustia.  La niña no se levantaba ya de la cama, y su final se veía cercano. 
La adolescente Clarita, sufría por la desgracia de sus benefactores.

Marchó Clarita de incógnito a visitar a una señora a la que, por curar por medio de oraciones, la llamaban "santera". Tenía ésta una habilidad fuera de lo común para sanar a los enfermos con tisanas y brebajes, acompañados de oraciones y jaculatorias.

Después de contarle Clarita a la señora todo lo que ella quiso saber,  ésta quedó un rato a solas en oración.
 Concluidas  sus oraciones le dijo: 
--La niña no tiene mal de ojo. Diles a sus padres que si el relleno de su almohada es de plumas de ave que lo sustituyan.

Lo trágico de la situación le dio el impulso para vencer su timidez. No era tarea fácil dirigirse a los señores para hacer la sugerencia. ¿Cómo explicarlo?  Pensó que no había tiempo que perder y se dirigió con valentía a la habitación de la moribunda. Todo un conjunto de grandes eruditos en medicina acompañaban a los afligidos padres junto al lecho de la niña. Con voz temblorosa les dijo: 
 --Disculpen los señores, conozco a una señora, que sana con hierbas. Creo que no se pierde nada con seguir su consejo. Me ha aconsejado que, si es de plumas de ave el relleno de la almohada de Manuela, se le sustituya por otro que no lo sea.

 Todos la miraban con cierta curiosidad. La reacción de la madre fue inmediata. Se dirigió hacia la niña y, con exquisito cuidado, retiró la almohada dando la orden de que trajesen otra que no tuviera relleno de plumas de ave.
  
Igual que sale el sol después de la tormenta, así sucedió con Manuela. Quedó sumida en profundo sueño. Despertó con apetito, y fue resurgiendo de su letargo. Volvió la alegría a Villa Adriana. La adolescente Clarita, había ganado la estima de todos para siempre. 






    





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