miércoles, 2 de septiembre de 2020

Delanda y el fantasma del cuadro

 


Delanda miraba de reojo al copiloto de eterna sonrisa que le acompañaba en su corto viaje. Este, le devolvía la mirada por un instante, después, ponía su atención en la autovía. Ella le hablaba como dispuesta a decirlo todo sin esperar respuesta:

—Estoy confundida, Lelo: me ha dicho mi psicóloga que abuso de “procrastinar”. Me ha dejado la palabreja de una pieza. No le he hecho comentario alguno; pero al volver a casa he consultado al diccionario, para saber qué quiere decir ese término.

 

Mis dudas han aumentado en vez de aclararse. Solo me faltaba ese “meteorito“ en  mi cabeza: procrastinar puede ser posponer un trabajo o un deber y también un trastorno bipolar. ¿Sabes qué es un trastorno bipolar? 

 No voy a entrar en detalles porque no lo vas a entender, Lelo; pero estoy segura de que yo no lo tengo. Otra cosa es lo de posponer responsabilidades para después, de eso sí adolezco.

Lelo estaba impasible, como siempre. A Delanda le gustaba acariciarle y le daba cachetitos que él agracecía. Era agradable para ella ser escuchada en silencio, sin recibir comentario alguno. Sabía que era comprendida y aceptada sin condiciones.

Siguiendo las indicaciones que le había dado su amiga Indea, Delanda salió de la autovía.

Circulaba por un paraje solitario. La basta llanura que tenía ante sí era esteparia. Sintió cierta inquietud. El polvoriento camino lleno de baches parecía no ser muy transitado. Muy a lo lejos, difuminados por los rayos del sol poniente, uno cipreses dibujaban su silueta puntiaguda y alargada.

 

Según se iba acercando, tuvo la seguridad de estar en el camino correcto, el caserón punto de llegada a su destino estaba allí, impasible, con su gran palomar y su aljibe, imponentes, de estilo  mudéjar, su belleza la dejaron sin aliento.

Aparcó el coche en un cobertizo, antiguo y bien conservado: en otros tiempos fue caballeriza. Tenía el suelo empedrado con china del tamaño del huevo de una paloma haciendo mosaico en círculos con chinas de distintos colores.

Delanda esperaba que su anfitriona la estuviese esperando. La había invitado a pasar el fin de semana junto con otros amigos que no eran comunes; pero todo estaba desierto y silencioso.

Abrió la puerta del copiloto y Lelo saltó y fue a todo correr hacía el palomar. Había gran profusión de palomas que buscaban semillas por los alrededores. Salieron volando hacía los buitrones.

Delanda le dejó correr y expansionarse del viaje, luego lo llamó con autoridad, sentía necesidad de tenerlo cerca por si necesitaba de su protección, un cierto recelo se había apoderado en su ánimo, al parecer, se hallaba sola en lo desconocido.

Anduvo inspeccionando el entorno. En la fachada principal de la casona había un bello porche de arcos perfectos. Construido de ladrillo rústico y azulejos, tenía enfrente un largo camino de cipreses centenarios que rozaban las nubes con sus copas.

 

Una mecedora solitaria se balanceaba a impulsos del viento. De momento pensó sentarse en ella y esperar la llegada de su amiga, pero lo pensó mejor y prosiguió el recorrido, el sol se estaba ocultando y la noche en aquel paraje sería oscura.

 En la fachada de levante encontró una robusta puerta, oscura, de cuarterones tachonados con clavos de hierro pintados de negro: estaba abierta. Hizo sonar un aldabón en forma de puño, con fuerza, pero no obtuvo respuesta.

 

Tomó la decisión de entrar con toda cautela, temía encontrar algo siniestro dentro. Se vio al momento en un recinto de gran dimensión con todos los pertrechos de una gran cocina con años de antigüedad.

 

Le sobresaltó una gran mancha roja sobre la larga mesa. 

Pensó por un momento que se trataba de sangre, pero pronto desechó esa idea, pues un gran recipiente que se hallaba junto a la mancha contenía un pigmento del mismo color.

 Por unos peldaños que daban acceso a un largo pasillo, pasó corriendo como un relámpago, un ratón; fue tal el impacto que le causó, que salió fuera con la misma prontitud que corría el diminuto roedor; pero pronto se armó de valor y entró sin demora a recorrer el pasillo, le había despertado gran curiosidad. 

Tenía este a ambos lados puertas cerradas con llave. Daba acceso su final a una estancia amplia, amueblada con gran estilo.

 Estaban sus paredes cubiertas de estanterías repletas de libros que por su aspecto parecía que nunca nadie los había leído. 

Una gran chimenea en la cual cabía el tronco de un almendro entero, presidida por el retrato al óleo de una dama de gran belleza y vestida de largo con gran pompa, estaba encendida; un gran leño crepitaba saltando chispas que una gran mampara de hierro les impedía salir al exterior.

Un ruido misterioso la sacó de sus apreciaciones. Al dar la vuelta sobre sí, aterrorizada, llamó a Lelo que acudió al momento con las fauces abiertas y rugiendo como una fiera... —¡Ja, ja, ja! —se oyó una risa siniestra.

 Lelo se abalanzó contra la figura de la dama que había salido del cuadro con el rostro pintado de pigmento rojo y llevaba en la mano alzada un puñal amenazante.

 Al contacto con las fauces de Lelo, se desvaneció; solo quedó el maravilloso vestido que salió por el pasillo flotando y fue a mecerse en la mecedora a impulsos del viento.

 Allí lo encontró Delanda al salir. La mancha de pigmento flotaba por encima de la pechera del vestido.

 Se dirigió a su coche, abrió la puerta del copiloto para que entrara su fiel perro Lelo, y se fue chirreando neumáticos a coger la autovía para ir a casa. Se prometió hacer mejor elección de sus amistades y dejarse de procrastinar para correr aventuras.

María Encarna Rubio 



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