En el jardín un rosal tiritaba de frío. Había fallecido el invierno y la primavera se hacía esperar: todas las plantas permanecían sumidas en el letargo del otoño infiel y del invierno crudo.
Por fin, una mañana, un sol radiante se filtraba a través de la neblina gris haciendo jirones de cielo azul y nubes que galopaban asustadas de su fuego incandescente. Todo se llenó de vida. Los pajarillos revoloteaban con una alegría en sus trinos que presagiaban citas de amor esporádico, ya que son segundos lo que duran sus contactos sexuales para la reproducción.
Esa misma mañana, cuando el rosal empezaba a desperezar sus ramas del largo entumecimiento, una gotas saladas vinieron desde lo alto a convertir su alegría en mal augurio. Eran las lágrimas de una adolescente que lloraba por la ingratitud de su primer amor mientras cogía rosas de un rosal: había comprobado que las promesas que de amor que le hacía eran las comunes que hacía a otras chicas. Todo un mundo de ilusiones se le venía abajo. Ya nada tenía sentido para ella. Sus lágrimas eran torrentes que amenazaban con arruinar con su salada amargura la fertilidad del rosal.
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