atrevidos. Una abeja obrera había puesto los ojos en el zángano elegido para fecundar a la nueva Reina.
Todas las obreras, formadas ante su Majestad, miraban de reojo a la insurrecta.
—Ella sabía desde siempre que no le era permitido amar —decían sus compañeras.
No existe ni ha existido una mirada tan desolada y triste como la de nuestra abejita. Ojos caídos, alas arrastrando por el suelo, cestillo vacío, cinco días sin salir a libar las flores.
La Reina, cosa inusual en ella, se había propuesto poner las cosas en orden. Llegó el día del juicio:
—¡Tú! ¿Cómo te atreves a poner los ojos en el elegido?, --decía la
Reina-- de sobra sabes que no puedes enamorarte. Sólo puedes trabajar y servir a la comunidad. ¡Estás castigada a cuidar tú sola todas las celdillas, alimentar a todos los pollos y traer tres cestillos de polen de romero todos los días!
—¡Y tú, zángano infiel, quedarás inutilizado para volar, con tus alas presas en miel!
La pobre abeja, lloraba tanto, que tuvieron que encerrarla en una celdilla. Abrir con el aguijón de un zángano un desagüe al exterior tenía riesgo de inundación.
Por fin llegó el día para hacer una nueva Reina. Soltaron a la princesa. Voló alto, muy alto. Los zánganos salieron tras ella con ansias locas de alcanzarla. El más ágil y fuerte la alcanzó y cumplió su triste destino. Después de alcanzar la gloria, murió.
En la colmena todo era cuchicheo. La abejas obreras, en complot con la Reina, comentaban que, una vez fecundada la princesa, los zánganos restantes eran un estorbo. Comían mucho, y ensuciaban en vez de colaborar. Acordaron que esa noche acabarían con todos.
La abeja enamorada, al oír los comentarios, se llenó de adrenalina. De ninguna manera iba a consentir que eliminaran a su
Escaparon.
—Tendremos que ser amantes platónicos, --decía la abeja a su enamorado-- yo no estoy dotada para el amor sexual.
—Cuando dos espíritus conectan, va en ello el placer de cualquier categoría que quieras aplicarle.
Marcharon juntos. Siguieron como siempre: ella trabajaba y hacía miel, él miraba cómo trabajaba y comía. Nunca más la mirada de la abeja fue triste, ni sus alas caídas. Parecía frágil como un suspiro, pero no, era fuerte como un girasol.
Un día, cansado el zángano de no hacer nada, puso una escuela para zánganos que tampoco hacían nada. Hasta los lugares más recónditos había llegado el dicho: "Es un zángano", cuando quieren vapulear a cualquier individuo falto de iniciativas. Esto se iba a terminar. Él les enseñaría a ser zánganos de provecho.
Todos le querían y agradecían sus esfuerzos. En su cumpleaños le regalaron una buena ración de Jalea Real:
¡Esto para ti, porque te lo mereces por enseñarnos a ser Zánganos de Primera!
Lo agradeció de corazón. Él sabía que sólo era privilegio de la Reina comer la Jalea Real.
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