Manolo, la verdad sea dicha, muy ordenado no era; pero estaba en ello. Se dispuso a guardar el uniforme que le sirvió de disfraz. Metió en el bolsillo secreto la poesía a Santomera, quién sabe si algún nieto suyo volvería a encontrarla.
Era un día de lluvia y viento. A Manolo le gustaba sentir la lluvia en su cara. Con el uniforme de las Milicias Españolas en Cuba bajo el brazo, eso sí, bien empaquetado, llamó a la puerta de su abuela Clara. Cuando Clara abrió la puerta, lloraba, no lo pudo disimular.
—¿ Que te pasa, abuela, ¿estás enferma?
—¡No hijo, estoy bien!, pero algunas cosas que oigo en la tele me ponen mala. No puedo soportar que les hagan daño a los niños. ¡Señor!, que son lo mejor del mundo... Pasa hijo, que te he hecho la tortilla de patatas con cebolla que tanto te gusta.
Manolo, en el desván, guardando el uniforme, vio algo en lo que no había reparado antes: un laúd y una guitarra. Tenían que ser de un antepasado muy lejano, a juzgar por el estado en que se encuentran.
Llamó con su móvil con gran regocijo:
—¡Juan, ya tenemos guitarra! —El mensaje de Manolo puso a Juan al corriente del feliz hallazgo. Ni diez minutos pasaron cuando la escalera del desván retumbaba como tambores en semana santa... Juan subía a toda pastilla.
—¡A ver! ¿dónde están? —Todo fue coger la guitarra, y esta no salió volando por los aires porque Juan se contuvo, una camada de ratones salía de su interior. Uno casi se le cuela por la manga. Quiso golpearlos...
Manolo, en el colmo de la excitación, decía:
—No los mates, —gritó Manolo consternado— que serán hijos de mis hamsters, tenía una pareja y se me escaparon. Podría ser que hayan criado dentro de la guitarra.
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