La mirada triste de la gata doña Carlota lo decía todo. Habían cambiado su estancia en una aldea de campo por la vida en una ciudad. El piso que tenían alquilado en un edificio bastante grande le resultaba claustrofóbico. No se atrevía a salir a pasear, se encontraba torpe, sus años le marcaban limitaciones, había engordado y su agilidad para dar saltos no se parecía en nada a la de antes.
—¡Estoy enamorada de mí misma, tengo un talento que me lo piso!—Escuchó la gata Carlota con sorpresa. Observó con incredulidad, el sonido venía del piso contiguo, entraba por el balcón abierto de par en par. Asomó sus bigotes con prudencia. Acercó con sigilo sus patas hacía la baranda medianera y vio a la Anciana Consuelo escritora de cuentos y poemas infantiles tecleando en el ordenador. Cerca se encontraba una cesta de mimbres con una gata dentro que dormitaba.
—¡Santo cielo! Tengo una vecina—pensó en un arrebato de alegría por ver a la gata Rufina —estoy salvada, haré amistad con ella.
Por otro lado, Rufina, al escuchar la exclamación de la anciana Consuelo le dio un ataque de risa gatuna. ¡Enamorada de sí misma! Qué esperpento de mujer—pensó para sí —lee las tontearías que escribe y cree que es un portento.
Al instante de sacar esta conclusión acerca de su ama y cuidadora, Rufina sintió vergüenza de sí misma. Debería sentirse feliz de ver que su anciana cuidadora estaba contenta. Dio un saltó, salió de la cesta y puso rumbo al balcón. La grata sorpresa que allí le esperaba fue grande: quedó frente a frente a la gata doña Carlota que la miraba expectante. El primer impulso fue de sorpresa. Quedó estática, no supo qué decir. Por el contrario Carlota reaccionó al instante, sacó su lengua y le propinó un solemne lamido de bigotes en señal de saludo. Era gata vieja y eso da mucha ventaja ante una gata que apenas ha salido de la adolescencia. Rufina hizo otro tanto y se formó una comunicación muy complacida entre ambas. Hicieron sus presentaciones y quedaron en reunirse en el jardín de Manolo bajo el tronco seco del ficus centenario a la mañana siguiente, había quedado allí con el ratoncito Perolo y el saltamontes Nicasio y estaba en su ánimo presentarlos a Carlota.


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