La ventisca lanzaba sus
quejidos por la chimenea hacia el interior de la cabaña. Por
suerte, esta, se encontraba bien asentada.
La nieve cubría hasta
la mitad de las ventanas.
Acurrucado contra su
dueño, Mitrón, un dogo alemán, dormitaba al calor de las llamas
amarillas y azuladas de la hoguera. Todo parecía tranquilo.
Joe, un joven escritor
hacía su primera invernada en un parque. Había
construido su cabaña a orillas del lago del mismo nombre.
Tallaba
con sumo cuidado la cabeza de un oso.
A pesar de la tormenta de
nieve que azotaba la comarca y la baja temperatura del exterior.
Un
agradable ambiente se respiraba en la estancia, única habitación de
que constaba el hogar de Joe.
Tenía un altillo donde se hallaba un
camastro al que se accedía por una tosca escalerilla de troncos,
hecha de modo rudimentario, como todo lo que había dentro de la
cabaña: una mesa, una silla y un balancín, en el que Joe se mecía
leyendo y repasando los capítulos de su novela.
También dedicaba
algún tiempo a tallar. Siempre le había gustado hacer figuras de
animales salvajes.
Tenía víveres para
pasar un invierno tranquilo en compañía de su perro.
El más bello
de los canes.
De pronto Mitrón dio un salto y se dio a una furiosa
envestida contra la puerta que se hallaba cerrada con un fuerte
travesaño de hierro que la cubría de parte a parte. Joe oyó unos
arañazos sobre la parte exterior de la puerta.
Se asomó a la
ventana por la parte que quedaba al descubierto de la nieve y vio a
un enorme oso pardo que intentaba tirar la puerta abajo.
Se apresuró a proteger
la puerta con todo lo que tenía a mano, pero la fuerza descomunal
del animal amenazaba con echarla abajo.
Mitrón ladraba furioso. Se
alzaba sobre sus patas traseras. Apoyando las delanteras en la puerta
subido sobre la mesa y la silla.
Joe, con toda calma
preparó su fusil.
Apagó los leños que ardían en el hogar, y con
la escalerilla se deslizó por la chimenea hasta el tejado de la
choza.
Lanzó unos metros más allá de donde se encontraba el animal
un trozo de carne ahumada.
El oso se dispuso a cogerla, momento que
aprovechó Joe para con un certero disparo dejarlo abatido sobre la nieve.
Nunca antes había tenido
oportunidad de tal cosa, pero el joven se dispuso a sacar la piel del
oso intacta y lo consiguió con destreza inusitada.
Trabajosamente
lo hizo partes y lo guardó enterrado bajo la nieve. Sería un buen
alimento para Mitrón.
La piel del oso quedó
tendida en el exterior en la rama de un enorme abeto. Pronto lucia
una blanca rigidez. Se había congelado.
Las noches eran eternas. Esa noche Joe no pudo pegar ojo. La tremenda soledad
en que vivía, de pronto, se le hizo penosa. La huida de la gran
ciudad, ahora le resultaba estúpida e irresponsable.
CONTINUARÁ
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