sábado, 23 de agosto de 2014

EL CAMPO DE GIRASOLES

 La mariquita Pirula no quería llorar: por aquello de que en la vida siempre hay que ser fuerte, era lo que siempre le decía su abuelo que era un insecto muy sabio. Se le había enredado una patita en una semilla de girasol. Tenía la sospecha de que un ratoncillo andaba cerca y el simple hecho de pensarlo la ponía de los nervios. 

En el campo de girasoles se vivía bien, si no fuese por la cantidad de peligros que siempre acechaban. Le encantaba comer semillas de girasol y seguir durante el día los rayos de sol mecida por el viento entre sus hojas; pero, desde que a una prima suya se la comió un ratón, no podía soportar el pensar que a ella le fuese a suceder lo mismo.

Tenía Pirula un amigo que siempre le daba los buenos días. El pobre no tenía muchos amigos, porque, con aquella manía de andar bolitas de estiércol, siempre olía mal. A Pirula siempre le daban náuseas cuando le tenía cerca, pero el tono melodioso de su voz la subyugaba. Le decía palabras tiernas y eso era de agradecer, pues a ella nadie le había dicho antes cosas tan bonitas.

¡Me habré enamorado de un escarabajo? —Se decía Pirula. El alma necesita de cariño, y ese escarabajo sabe tocar las fibras de mi sensibilidad.

¡Pobre Pirula! ¿Tan necesitada de afecto estás que te enamoras de un ser mal oliente? y ni siquiera es de tu especie. Le decía su amiga la araña Tiesa. Ésta, tal como su nombre indica, era dura e insensible. Se vanagloriaba de no necesitar cariños de nadie.


Yo no soy como tú, Tiesa, no te conmueves por nada!
Cada cual tiene sus defectos y sus virtudes. A veces las virtudes sobrepasan a los defectos. Tú, por ejemplo, no eres un dechado de perfecciones que digamos... y aquí me tienes, soy tu amiga y también a ti te tengo algo de aprecio.






  

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