Todo estaba preparado para sorprender a Chelo, cumplía treinta años. Al verla nadie lo diría. Por su aspecto frágil parecía no haber salido de la adolescencia; aún así, nada más lejos: terminó su licenciatura de Derecho a los veinticinco años. Tenía un currículum deportivo con varios diplomas, ocupaba despacho en un bufete de abogados y estaba catalogada como una letrada muy competente, lo demostraba día a día resolviendo los casos que se le asignaban con eficacia.
Estaba en su trabajo. su jefe, que era cómplice con el resto de compañeros para dar la sorpresa a Chelo, le dio aviso de una entrevista importante a la que tenía que asistir vestida de gala a un famoso salón de conferencias esa misma noche.
Llegó a la peluquería agobiada y sudorosa, había tenido que aparcar el coche a bastante distancia.
Se había pasado la hora de su cita. La peluquera atendía a otra cliente.
Se propuso ser paciente y esperar cuando la puerta de entrada se abrió bruscamente y apareció ante ella un encapuchado pistola en la mano. Se dirigió directamente a ella, la conminaba seguirlo.
De modo instintivo, sin apenas dar tiempo a la reacción del agresor, desplegó sus piernas en una kata perfecta de karateka consumada desarmando al delincuente: lo redujo tirado en el suelo dejando a los presentes con un sello de incredulidad en sus semblantes demudados por lo insólito de lo que estaba sucediendo.
Con el arma en la mano, levantó la capucha del hombre fornido al que había reducido; resultó un extraño. Pidió que llamasen a la policía que no se hizo esperar llevándose al agresor.
Decidió marchar a casa. Arreglarse por sí misma y acudir a la cita con su jefe.
Salió a la calle. Más que andar corría a toda prisa. Tropezó en varias ocasiones con transeúntes que la miraban con cierta desaprobación; ninguno recibió una disculpa.
Al doblar una esquina ¡sorpresa! se vio frente a frente al delincuente que la había asaltado en la peluquería el que le dirigió una sonrisa sarcástica, e inmovilizándola asiendo su brazo derecho, le susurró al oído unas palabras casi imperceptibles: —Ya eres mía. Ahora no te escapas—. Con fuerte impulso, la introdujo en un coche que salió corriendo como alma que se lleva el diablo, dejando tras de sí un rastro oscuro en el asfalto y un rugido de ruedas en el aire que se oyó a bastantes metros de distancia.
Cuando Chelo se vio inmersa en la oscuridad del coche protegido por cristales opacos, sintió una punzada en el bíceps de su brazo izquierdo e inmediatamente perdió el sentido.
Cuando despertó toda entumecida, se hallaba tendida sobre una fría losa a forma de altar de sacrificios en la cúspide de una muy alta pirámide, rodeada de una veintena de jóvenes ataviadas con túnicas de un blanco inmaculado. Todas eran rubias. Los destellos de las joyas que las adornaban nublaban los ojos de Chelo.
Trató de incorporarse. Estaba sujeta a la base por los tobillos y las muñecas.
Sonaron cánticos. Un sacerdote comenzó a rociar su cuerpo desnudo con un líquido aromático, y fue entonces, cuando vio descender un objeto con forma de cometa con larga cola, muy brillante.
El terror la paralizaba. Aquella estela se posó sobre ella y todo su ser vibró. No salio despedida a toda velocidad porque sus firmes ataduras se lo impidieron. Perdió nuevamente el sentido, pero seguía oyendo el murmullo de las doncellas que contaban cantando el sentido de la ceremonia que se estaba celebrando. Todas ellas tenían la profesión de abogadas; todas cumplían ese día treinta años, todas eran rubias y nunca se habían enamorado.
Sintió sobre su piel el fino tacto de la muselina del atuendo con que la vestían, idéntico al que todas ellas llevaban. También las joyas complementaban su look. Así vestida, como si su hada madrina la hubiese tocado con su barita mágica igual que a Cenicienta, apareció en una flamante limusina en la puerta del local donde estaba citada.
Fue sensacional, espectacular su entrada en el salón. (CONTINUARÁ)
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