Era Navidad. La nieve cubría todo el bosque y hasta el agua del río se había congelado. No había patitos nadando bajo el puente, habían emigrado a otros lugares donde la Navidad no era blanca ni las aguas de los ríos se convertían en frío hielo.
En la chimenea de la casa de Enea las llamas brillaban calentando el ambiente con sus chispas crepitantes.
Enea soñaba con tener unas Navidades sin nieve. Poder emigrar igual que lo hacían los patitos a esos lugares donde el sol brilla en invierno y los campos tienen su esplendor igual que en primavera.
—Mamá, ¿sería posible marchar a otro lugar donde el sol luzca siempre? —le decía a su madre cansada de no poder salir a jugar.
—Mi niña —le decía su madre—: en el resto del mundo, esos países templados, quisieran tener todo nevado en Navidad. Adornan sus casas con motivos que recuerdan nuestros paisajes, nuestros árboles nevados. Les parece que nosotros disfrutamos de la auténtica Navidad... Te diré una cosa: la Navidad no la hace ni la nieve ni el Sol, la Navidad es una ilusión, un sentimiento que nos inunda de amor y buenos deseos para toda la humanidad. Allá donde te encuentres, vívela con sentimiento cristiano, porque es la celebración del nacimiento de Jesús, que vino al mundo a darnos esperanza de salvación para la vida eterna. A decirnos que nos amáramos unos a otros como Él nos amó, y como un milagro, ese mandato suyo, en Navidad se cumple con más fuerza que en el resto del año.
M.E. Rubio González
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