sábado, 26 de mayo de 2018

AMOR FILIAL



Todo estaba dispuesto. Los equipajes y los bultos que llevaríamos con nosotros esperaban amontonados en el zaguán. Al día siguiente nos marchábamos del pueblo a vivir a la ciudad.
Pedí permiso a mi madre para ir al campo a casa de mi amiga Visita, no podía marcharme sin despedirme de mi amiga del alma. Sentía dejar el lugar solo porque ya no  más.

Llegué caminando por el sendero polvoriento y le comuniqué a mi amiga la triste noticia.
Visita sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y secó una lágrima que pugnaba por salir a humedecer su mejilla. Estaba segura de que yo no me había percatado del impacto que habían causado mis palabras en su ánimo.
Las dos disimulamos nuestras emociones y continuamos saboreando aquellos pastelitos de té que con tanto esmero había preparado la anciana Purita. A pesar de sus años, le costaba dejar de trajinar en la cocina, había cifrado en ello la motivación de su existencia.

Yo recordaba cuando tenía el placer de ser invitada a compartir mesa con la familia, las excelencia de los manjares que disfrutaban los comensales. Purita tenía unas manos de “oro”, según opinión de la madre de mi amiga, que presumía de la buena cocinera que tenía en casa. A Purita, no era fácil hacerla sentirse ufana. Hacía como si fuera lo más natural del mundo.
Nosotras disfrutábamos de ágape cuando sucedió un hecho sorprendente: se presentó en casa de mi amiga Visita, sin previo aviso, una hermana de su madre con un bebé envuelto en una toquilla de lana. Era una niña de pocos días. Dormía el angelito ajena a la trama que se cernía en torno a ella.

Entró con cara de circunstancias y doña Celina, después del saludo de rigor, la hizo pasar a su cuarto cerrando la puerta. Yo jugaba con mi amiga y enseguida me percaté de que allí pasaba algo raro.
Las dos mujeres estuvieron largo rato en la habitación contigua hablando con mucho misterio. Cuando la hermana de doña Celina salió, el bebé ya no estaba en sus brazos. Las dos hermanas se dirigieron silenciosas hacia la cocina. Allí siguieron hablando casi en susurro de manera que no pude captar ni una palabra de lo que decían.
Mi amiga y yo estuvimos saltando a la comba hasta que casi oscureció. Pude comprobar que la hermana de doña Celina se marchaba sin el bebé que había traído envuelto en toquilla de lana. Y así fue como entró “Plácida” a formar parte de aquella familia tan entrañable que tanto supuso para mí en tiempos de mi niñez.
Pasaron los años y crecimos lejos una de otra, pero nuestro cariño permaneció inalterable.
Un día, paseando por el bulevar de mi ciudad, me encontré frente a frente con mi amiga Visita. Iba acompañada de una preciosa joven de tez morena y ojos color azabache. Los rizos incontrolables de su larga melena le daban un aspecto muy particular.
Ella es Plácida— me dijo Visita. Todos creen que es mi hermana, pero es aquella niña que dejó mi tía aquella tarde que tú . No quería que nadie supiera que su hija había tenido una niña siendo soltera. Ahora mi tía, quiere que venga a vivir con ella porque mi prima a muerto. Nosotros lo dejamos a su elección. Somos su familia, lleva nuestros apellidos.
Plácida, con una sonrisa entre ingenua y divertida, dijo: —Me vuelvo al campo. Mi abuela, ni me quiso antes, ni me quiere ahora.
«Me obliga a permanecer horas y horas en remojo en la bañera para ver si se me aclara la piel».

 María Encarna Rubio

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