Todo
estaba dispuesto. Los equipajes y los bultos que llevaríamos con
nosotros esperaban amontonados en el zaguán. Al día siguiente nos
marchábamos del pueblo a vivir a la ciudad.
Pedí
permiso a mi madre para ir al campo a casa de mi amiga Visita, no
podía marcharme sin despedirme de mi amiga del alma. Sentía dejar
el lugar solo porque ya no más.
Llegué
caminando por el sendero polvoriento y le comuniqué a mi amiga la
triste noticia.
Visita
sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y secó una lágrima
que pugnaba por salir a humedecer su mejilla. Estaba segura de que yo
no me había percatado del impacto que habían causado mis palabras
en su ánimo.
Las
dos disimulamos nuestras emociones y continuamos saboreando aquellos
pastelitos de té que con tanto esmero había preparado la anciana
Purita. A pesar de sus años, le costaba dejar de trajinar en la
cocina, había cifrado en ello la motivación de su existencia.
Yo
recordaba cuando tenía el placer de ser invitada a compartir mesa
con la familia, las excelencia de los manjares que disfrutaban los
comensales. Purita tenía unas manos de “oro”, según opinión de
la madre de mi amiga, que presumía de la buena cocinera que tenía
en casa. A Purita, no era fácil hacerla sentirse ufana. Hacía como
si fuera lo más natural del mundo.
Nosotras
disfrutábamos de ágape cuando sucedió un hecho sorprendente: se
presentó en casa de mi amiga Visita, sin previo aviso, una hermana
de su madre con un bebé envuelto en una toquilla de lana. Era una
niña de pocos días. Dormía el angelito ajena a la trama que se
cernía en torno a ella.
Entró
con cara de circunstancias y doña Celina, después del saludo de
rigor, la hizo pasar a su cuarto cerrando la puerta. Yo jugaba con mi
amiga y enseguida me percaté de que allí pasaba algo raro.
Las
dos mujeres estuvieron largo rato en la habitación contigua hablando
con mucho misterio. Cuando la hermana de doña Celina salió, el bebé
ya no estaba en sus brazos. Las dos hermanas se dirigieron
silenciosas hacia la cocina. Allí siguieron hablando casi en susurro
de manera que no pude captar ni una palabra de lo que decían.
Mi
amiga y yo estuvimos saltando a la comba hasta que casi oscureció.
Pude comprobar que la hermana de doña Celina se marchaba sin el bebé
que había traído envuelto en toquilla de lana. Y así fue como
entró “Plácida” a formar parte de aquella familia tan
entrañable que tanto supuso para mí en tiempos de mi niñez.
Un
día, paseando por el bulevar de mi ciudad, me encontré frente a
frente con mi amiga Visita. Iba acompañada de una preciosa joven de
tez morena y ojos color azabache. Los rizos incontrolables de su
larga melena le daban un aspecto muy particular.
—Ella
es Plácida— me dijo Visita. Todos creen que es mi hermana, pero es
aquella niña que dejó mi tía aquella tarde que tú .
No quería que nadie supiera que su hija había tenido una niña
siendo soltera. Ahora mi tía, quiere que venga a vivir con ella
porque mi prima a muerto. Nosotros lo dejamos a su elección. Somos
su familia, lleva nuestros apellidos.
Plácida,
con una sonrisa entre ingenua y divertida, dijo: —Me vuelvo al
campo. Mi abuela, ni me quiso antes, ni me quiere ahora.
«Me
obliga a permanecer horas y horas en remojo en la bañera para ver si
se me aclara la piel».
María Encarna Rubio
No hay comentarios:
Publicar un comentario