Pasito a pasito lento,
se iba alejando su silueta en la lejanía.
No decía adiós,
ni lloraba, ni gemía.
No quedaba llanto que enturbiara su mirada
que ya se habían encargado los años
de empañar sus cristalinos y
descoyuntar sus huesos.
¡Qué pena! Se decía.
Ya no puedo con el yunque y el martillo.
Mejor será que me aleje.
Caminaré por la orilla.
Buscaré la sombra de los árboles
y no estorbaré al transeúnte
que más que andar corre
y se afana por la senda;
para unos, ancha y suave,
como piel de doncella
por la que las ansias del mancebo resbalan;
para otros, áspera y estrecha,
como madrastra mala
que mira y nove
la indefensión de la tierna infancia.
No hay lágrimas para llorar,
no hay risas para regalar,
solo un lento caminar
buscando la sombra del árbol del camino.
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