lunes, 23 de junio de 2014

EL BRAZO DE HIERRO

 Marchaba sediento campo a través. Fluían los recuerdos en su mente, sin orden. La perspectiva era aciaga  con los rayos de sol de frente, abrasadores. Una voz imperiosa en su interior le ordenaba: -- "sigue, sigue, eres el superviviente..., el brazo de hierro"
  Con el fusil al hombro y la mirada en la distancia, no era momento, ni para llantos, ni para mirar atrás: ¡Sólo para sobrevivir! Con el alma rota por el espanto de haber visto la muerte de cara, tragando su aliento, sintiendo su hedor. Al sentirse vivo, fluían en su mente perdida los recuerdos de la batalla: ¡Sangre! ¡Lamentos!

 Los campos yermos, secos de lluvias, se regaban con la sangre de sus compañeros muertos. El silencio y la soledad, el hambre, la sed, eran ahora los  que seguían sus pasos, inexorables, si no lo habían hecho los tiros..., ¡éstos acabarían con él! 


No se rinde fácilmente el guerrero que a los siete años, ya se ganaba el pan. En su pueblo, agrícola, emplazado al borde de la vega del río, todos los vecinos tenían su parcela donde cultivar lo necesario para vivir. 

Las mulas y los carros paseaban por las calles a diario. No era necesario contratar empresas para la limpieza de los excrementos que éstos iban dejando, los niños del pueblo los recogían muy de mañana para abonar las tierras de cultivo. Siete años tenía él cuando había de recoger siete capazos de estiércol antes de desayunar.

No le afectó el trabajo desde su infancia, ni en el desarrollo físico ni en el carácter: ¡Era fuerte y alegre!

 A los dieciséis años dirigía su grupo de trabajo de maestro albañil...  Ahora, en una guerra cruel entre hermanos,trabajaba matando en las trincheras. No lo hacia por voluntad propia. Le obligaban a hacerlo; esta batalla había sido sangrienta: ¡Todos habían caído! ¡Manos, piernas, cuerpos destrozados por doquier!  ¡A todo el batallón había visto caer!  Todos... menos él. La sangre de sus compañeros salpicaba sus ropas y su alma.  Ahora le tocaba batallar solo, perdido en la lejanía, en los campos yermos...
 Lejos de la civilización, se abría ante él la incógnita: ¿Sería ésta también su última batalla? ¿Sobreviviría al hambre, al desafío de la soledad y el miedo?

Cuando el límite de su resistencia física era casi inminente, una palmera en la lejanía abrió una brecha a la esperanza. Pronto se vislumbraba una casa solariega.

 Estaba desierta. En muchos kilómetros a la redonda  todas lo estaban, debido a la proximidad de los campos de batalla. Inspeccionó los alrededores. 
El hambre mordía sus entrañas.  La necesidad aviva el ingenio.  Hay variedad de plantas silvestres que son 
comestibles y son una verdura apreciada y agradable al paladar.  En aquella inmediaciones había variedad de ellas.

Él las conocía.  Encontró una olla abandonada, casi oculta, junto un horno y aljibe lleno de agua a rebosar, de los que se hacen en el exterior de las casas de campo, y las puso a cocer .   Su destino estaba jugando la partida, no era su momento de partir de este mundo: abandonado en un rincón,  encontró un saco que contenía varios kilos de trigo, dorado..., limpio, pero difícil de consumir en su estado natural... 
Encendió el horno con unos leños y algunos matojos y lo puso a tostar.
Una vez tostado, ya lo podría comer, más fácil de ingerir y de digerir. Comió de las verduras silvestres y del trigo tostado y descansó. Ya recuperado,  puso el trigo tostado en el saco donde lo encontró, lo ató a su cintura, llenó su cantimplora con agua del aljibe, y se dispuso para la partida.

 Con fuerzas recuperadas y provisiones, siguió su camino hasta encontrar los puestos de mando de su tropa. No tenía sólo el brazo de hierro, el corazón y todo él, era fuerte cómo el metal.   

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