La golondrina volaba bajo, no porque este nivel fuese su preferido,
la llovizna hacía volar el plancton aéreo a ras del suelo. Una serpiente enroscada veía sus acrobacias y se relamía pensando: -¡Qué fantástico sería darte alcance!
En una de las curvaturas angulosas que trazaba en su vuelo la golondrina, el brillo de sus ojos color lapislázuli subyugó a la serpiente, abriendo brechas insospechadas de deseos incontenibles.
-¡Reptaré por cordilleras y estepas hasta encontrar el elixir que me convierta en grácil golondrina! -exclamó la serpiente.
Visitó la serpiente ciudades perdidas, aún no descubiertas, de antiguas civilizaciones. Tumbas de chamanes esperando encontrar secretos venidos de ultratumba. Ni tormentas ni huracanes detuvieron su anhelo de convertirse en golondrina.
¿Lo conseguiría?
-¡Ven conmigo, es primavera! Sé de un lugar donde la primavera se hace eterna. Nuestra vida será un juego infinito de acrobacias sin fin y de amor eterno -dijo la serpiente.
Pobre golondrina. No supo ver las finas escamas que con la luz radiante del sol brillaban casi imperceptibles. Creyó en sus falsas promesas de amor y fidelidad; bajo su apariencia de bella golondrina se ocultaba una serpiente que, con el tiempo, se convertiría en su más cruel maltratador psicológico que la tendría presa en un callejón sin salida.
--Ya no son mis ojos color lapislázuli, -se lamentaba la golondrina- ni mis alas fuertes y ágiles para remontar el vuelo. Estoy presa de angustias sin fin. Todos a los que quiero me miran indiferentes, inmersos en sus vuelos acrobáticos en busca del rico alimento que los mantiene vivos.
Se preguntaba:
-¿Caduca con los años la fidelidad?
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