Lucila vivía en una cabaña, al final del camino.
Acostumbraba dar paseos por el monte en busca de setas y frutos silvestres.
Una mañana caminaba por un sendero solitario. Siempre que salía llevaba su dulzaina consigo, le gustaba tocar sentada a la sombra de los árboles del bosque. Tomó su instrumento y se dispuso a hacer sonar su melodía favorita.
Y fue entonces que, una luz cegadora le dio en los ojos. Entre los destellos se dibujaba una figura de mujer deslumbrante que la miraba y le sonreía. Era bellísima. Estaba sentada al borde del camino bajo uno pinos frondosos.
Luego, apareció un unicornio y se llevó a la dama a lo más intrincado del bosque.
Al instante se produjo una gran nevada.
¡Soy la reina de las nieves!
Huye, Lucila, cila, cila, cila.
Regresa a tu cabaña, aña, aña, aña.
No mires hacía atrás.
Recuerdo que alguien lo hizo
y quedó convertida en sal.
La sal derrite la nieve,
y en vez de nevar llueve.
Lucila no salía de su asombro. Corrió lo más de prisa que pudo.
Cuando llegó a su cabaña cerró puertas y ventanas. Nunca había visto una nevada semejante.
Se le ocurrió tocar la dulzaina para llamar la atención de la reina de las nieves, pero ya no apareció, estaba festejando la llegada del año nuevo dos mil veintidós.
María Encarna Rubio
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