LA SONRISA DE PASCUALA
Rosita era una niña que
vivía en un pueblo perdido en el campo.
Su abuela Engracia, cuando
venía a verla, siempre le contaba cuentos. Ella la esperaba con
ilusión y la llamaba “abuela cuenta-cuentos”.
Un día de invierno vino
la abuela “cuenta-cuentos” de visita, y fue tan grande la
nevada, que cubrió puertas y ventanas y no se podía salir de casa. Rosita
no fue a la escuela. Todos quedaron al calor de la chimenea.
—Cuenta un cuento,
abuelita— pidió la niña con ilusión.
—Vale. Te contaré uno
que me contó mi abuela un día de invierno que quedamos atrapados
por la nieve. Habla de mariposas y de otras cosas. A mí me gustan los cuentos que hablan de sol en invierno, y los que hablan de nieve en verano. Decía así:
Pascuala tenía una bella
sonrisa, ella lo sabía y abusaba un poco de ello: siempre tenía la
boca abierta. Su madre le anunciaba sin cesar malos presagios:
—¡Pascuala, cierra la
boca! Se te va a colar por ella todo lo que pulula por el embrutecido
ambiente.
Pascuala hacía caso omiso
a las advertencias de mamá, y no solo en eso, sino que tenía por
norma no obedecerla en nada. Campaba a sus anchas haciendo siempre lo
que le venía en gana.
Un día de sol radiante,
salió Pascuala al campo, le gustaba cazar mariposas. Corría y
corría tras ellas. Tenía una habilidad especial para atraparlas con
sus propias manos: las cogía, las observaba durante un largo rato, y
luego las dejaba abandonadas a su suerte con las alas rotas e
inservibles para seguir volando.
Esa mañana de primavera,
Pascuala iba riendo tras las mariposas. Llevaba como de costumbre la
boca abierta. Una mariposa bruja se coló por ella, y la tuvo que
tragar. Al pasar entre sus dientes, los fue impregnado de todos los
colores de sus alas. No quedaban muy bonitos, más bien algo
asquerosos.
Cuando llegó a casa, su
madre quedó asustada al verla, su sonrisa era fea y repugnante. Las
orejas se habían convertido en una especie de alas, que más bien
parecían dos orejas de elefante. Ella, no se daba cuenta de que las
movía sin cesar, y formaba tal ventolera, que las cortinas de casa
estaban bailando a ritmo de vals.
Su madre asustada la llevó
al médico. Cuando estaba en la consulta, todos los papeles que
estaban encima de la mesa salieron volando estrepitosamente.
El médico, presuroso, le
puso dos inyecciones en cada oreja, con el fin de conseguir su
relajación.
Las orejas se relajaron,
pero Pascuala no: empezó a cantar tan alto y desafinado, que todos
los pacientes que esperaban en la consulta empezaron a increparla
para que se callase.
El médico, que entendía
mucho de hechizos de mariposas brujas, le dio un jarabe de polen de
“mandrágora”, y Pascuala quedó profundamente dormida.
Cuando despertó ya se
encontraba bien. Tenía las orejas como siempre las había tenido y
los dientes también. Se los lavó con esmero, y desde ese mismo
instante, obedeció a su madre, cuidó de todos los animales que veía,
y solo abrió la boca para hablar cosas correctas y sonreír en los
momentos que eran oportunos.
—¡Qué bonito! Me ha
gustado mucho, abuelita. Cuenta otro.
—Vale... Contaré otro.
Pero antes tomaré una tacita de caldo calentito para recuperar fuerzas.
El que voy a contar ahora es de los que absorben toda mi energía...
Ese no me lo ha contado nadie.
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