La ardilla Pedicusa, no era una ardilla como todas; ella era una ardilla color fresa.
Corría de pino en pino buscando las piñas maduras para con sus fuertes dientes, abrir sus escamas y comer sus sabrosos piñones.
Todas las ardillas del bosque le tenían envidia, por su color tan bonito y particular.
Ella quiso dejar de ser de color fresa y tener el mismo color que las demás para que todas la quisieran; pero su amigo el búho Caroncio, que era muy sabio, le dijo que cada uno se tiene que aceptar tal cómo lo ha hecho la madre naturaleza,
porque es la única manera de ser feliz.
Ella quiso dejar de ser de color fresa y tener el mismo color que las demás para que todas la quisieran; pero su amigo el búho Caroncio, que era muy sabio, le dijo que cada uno se tiene que aceptar tal cómo lo ha hecho la madre naturaleza,
porque es la única manera de ser feliz.
La ardilla Pedicusa tenía otra peculiaridad, el sol y la luna, cuando salían, lo primero que hacían era darle los buenos días y las buenas noches con muchos besos. A nadie le pasaban desapercibidos, porque eran muy sonoros y se oían por montes y valles llevados con ondas convertidas en ecos...
Mua...Mua...Mua... El viento enmudecía, las nubes corrían a esconderse detrás los picos más altos de las montañas cuando los escuchaban, y la ardilla Pedicusa, se abanicaba con su larga cola y reía feliz subida en una rama del pino más alto.
Un día que estaba nublado, Pedicusa se puso triste, nadie la iba a besar aquel día.
El búho Caroncio, que siempre admiraba a la ardillita, se compadeció de ella, la quiso consolar con sus sabios consejos y le dijo:
No te preocupes, Pedicusa. El sol, si no sale hoy saldrá mañana. Siempre es así con todas las cosas de la vida. Los días tristes pasan y después de un día nublado siempre sale el sol.
María Encarna Rubio
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