Era angosto el sendero y penoso el caminar. La pesada carga de su mochila dificultaba la llegada al final de la empinada cuesta. ¡Sigue, todo esfuerzo es recompensado! Y de esa cantinela continua sacaba la energía para seguir caminando como un autómata. El sol aplicaba los tormentos de un verdugo tirano sobre sus miembros doloridos y empapados de un sudor que nublaba ante sus ojos el paisaje.
Un jadeo inquietante le hizo volver la vista atrás y quedó perplejo de lo que tenía ante sí: a unos metros de distancia, corría cómo alma que se lleva el diablo una joven mujer que apenas tropezaba ni caía por los surcos formados por las aguas de las lluvias torrenciales, ni los cantos rodados que salpicaban el camino.
Siguió caminando con la angustia del que escapa de las torturas del infierno. No quería mirar atrás. Temía que sólo hubiera sido producto de su mente sofocada. ¿Quién sería capaz de aventurarse por aquellos parajes dejados de la mano de Dios? Nadie sensato se aleja tanto ni se expone al riesgo de no encontrar lo necesario para el sustento..., la supervivencia. Y caminó.
Rendido por la fatiga hizo un alto en el camino. Buscó un lugar entre la maleza. Se adentró por un sendero marcado por el paso de animales salvajes. Un arbusto crecido le ofrecía un resguardo del sol y de algún hipotético intruso que andase como él huyendo de..., de qué, ¿de sí mismo? de algo de lo que no se puede huir...,¡de la propia conciencia!
Quedó dormido. A merced de los malos sueños que le atormentaban dormido y despierto. Había fallado en lo más sagrado que un ser humano puede fallar... ¡A sí mismo! ¡Nunca había escuchado su propia voz! Ésta, le avisaba de los errores antes de cometerlos; pero él hacía caso omiso, y se lanzaba al desenfreno sin importarle las consecuencias.
Despertó con sobresalto al sentir la presencia cercana de alguien que le miraba. Un escalofrío recorrió su ser. ¿Sería cierto o estaría soñando? ¡Una sombra se deslizaba por entre los arbustos! ¡Otra vez ella! Y desapareció dejando una aureola luminosa y una cierta fragancia a incienso.
De un salto se encaramó sobre una loma próxima lanzando un grito al viento:
--¡Quién eres! ¡Qué quieres de mí! --Le contestó el eco de su propia voz que se multiplicaba y se perdía en la lejanía... ¡Mi, mí, mí, mí!
En la reiteración, puso todo el impulso de que fueron capaces sus pulmones: --¡Déjame en paz! ¡No atormentes más mi vida! --¡vida, vida, vida! Volvió a responder el eco misterioso.
De pronto, el eco sonó con otras connotaciones: --¡Nunca, nunca, nunca! Era evidente que alguien andaba tras él.
--¡Quiero seguir mi camino! ¡Voy a recomponer mi maltrecha autoestima! ¡Quiero rectificar mis errores!... ¡Ores, ores, ores!-- Y otra vez el eco misterioso decía: --¡Si quieres hacerlo ahora! ¡Ora, ora, ora!