En el alféizar ennegrecido por años de suciedad acumulada había huellas extrañas. No eran las de las lágrimas que había dejado Paulita después de aquella humillación recibida por la injusta y dolorosa bofetada recibida de manos de su propia madre. Eran frecuentes los abscesos de cólera mal reprimida de ésta, que siempre venían a dar al traste en el rostro de la infeliz niña.
Solía ésta calmar su desencanto y su tristeza llorando con la barbilla apoyada en el pretil de la ventana, esperando al gato negro que siempre acudía cuando sonaban sus sollozos. Lamia éste sus mejillas húmedas de llanto y bebía con fruición el líquido salado y amargo de sus lágrimas. No había sentido jamás en su tierno rostro otros besos. Tampoco había escuchado una palabra de cariño. Sólo las huellas del gato negro sobre el polvo y la sonrisa de la luna, habrían en su tierno corazón una ventana a la esperanza.
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