La gata Rufina veía el bullicio de la calle y se molestaba. No le gustaba ser perturbada en su descanso de la siesta. Su gusto sería pasar en el campo las fiestas del pueblo, pero la anciana Consuelo, desde que abandonó el nombre de Dolores no perdía ninguna ocasión de festear a la más mínima ocasión en el recinto del jardín de Manolo tomando refrescos con amistades peculiares, tan festeras como ella. Rufina echaba de menos al ratoncito Perolo, sumido en sus estudios en la biblioteca municipal. —¡Ay, Perolo! — Pensaba Rufina— si tuviese un móvil y supiera manejarlo y tú ídem de lo mismo, te mandaría mensaje de voz para decirte que huyamos juntos a la casita del bosque. No soporto los ruidos en fecha de fiestas. Mi paz se ve distorsionada y mi siesta se entorpece.
Una mañana Perolo se presentó de modo sigiloso. Traía una sorpresa para Rufina. En la biblioteca se anunciaba un recital de poesía y de cuentos infantiles con motivo de las fiestas patronales. Era seguro, la anciana Consuelo constaba entre los participantes, él había leído su nombre en la lista. También estaba el nombre de su amiga escritora de poemas infantiles denominada «La abuelita Dora».
Rufina no salía de su asombro. —¡No lo puedo creer, Perolo!—Manifestó Rufina con vehemencia—en la conducta de la anciana Consuelo no he notado alteraciones en su rutina diaria.
—Busca en su carpeta de archivos—adujo Perolo— ahí tendrá los títulos de los cuentos para participar.
—¡Qué me pides, Perolo! No tengo ni idea de cómo se hace tal cosa.
—¡Si pensaras en algo que no fuese dormir la siesta sabrías!—Replicó Perolo con los bigotes erizados. —Ponte al día y estudia o te quedarás imposibilitada para vivir los tiempos que se avecinan. Habrán cambios tan sustanciales que a los atrasados en conocimientos le va a resultar difícil.
Rufina quedó reflexionando. Perolo tenía razón. Ella perdía el tiempo durmiendo y cotilleando con las amigas. Ahora que había descubierto que en el piso contiguo vivía Taíta, una gatita joven y muy buena pasaban tiempo persiguiendo escarabajos en el parque de Manolo. Hacían competiciones de subida a lo alto del tronco seco del ficus centenario
—Bien, Rufina, cada día es una oportunidad para cambiar. Empieza ya. Verás que bonito es saber hacer cosas nuevas y relacionarte con la cultura y la superación personal. Yo miraré los archivos de la anciana Consuelo a ver qué encuentro.
Perolo sacó sus gafas. Sin obstáculo alguno encontró lo que buscaba.
Su sorpresa fue aplastante: "La abuelita Dora y la anciana Consuelo eran la misma persona" Ante sus ojos apareció un poema que él conocía de La abuelita Dora. No comprendía como haría la anciana para participar por partida doble sin ser descubierta. Quizá pensaba disfrazarse, o buscar una cómplice que se preste a suplantarla.
—¡Esto no me gusta nada! —Replicó Rufina al borde de un ataque de
histeria—Perolo, por favor, lee el poema. La curiosidad me atosiga.
—Vale, lo leeré, pero has de saber hacerlo tú en la próxima ocasión.
Dice así:
Soy La abuelita Dora
la que quiere ser feliz
y no le importan los años
para amar y sonreír.
Amo a los que me aman
y si no me aman también
y si quieren que me calle
caigan por un terraplén.
Ni el invierno ni el verano
van a matar mi ilusión
aun sin usar minifalda
ni zapatos de tacón.
Tampoco soy de pintarme
me gusta lo natural
ahorro todo lo que puedo
en gasto superficial.
Me hicieron prueba de fuerza
me dijo el doctor un día
que tenia por delante
doscientos años de vida.
El proyecto es cosa hermosa
para la abuelita Dora
marcharé sin hacer ruido
y a otra cosa mariposa.
—¡Dios mío, Dios mío! Qué cosas escribe la pobre mujer. A perdido la cabeza—criticó Rufina asustada. Si le faltaba la anciana Consuelo estaba perdida.
María Encarna Rubio
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