Todo estaba dispuesto, la Tamborada de Viernes Santo iba a comenzar. Había grupos de nazarenos con sus túnicas moradas y sus caperuzas, los rostros cubiertos. Uno de ellos, todo lleno de emoción, iba a iniciarse en la ruidosa empresa de hacer sonar su tambor horas y horas sin tregua ni descanso.
Ese día, dormía todavía cuando oyó a su madre que le llamaba con apremio: -Levanta-, le decía. Ya está la túnica planchada... ¡Si te viera tu abuelo! Y le entró la llantina. No hacía mucho que había muerto y él tomaba el relevo en la Tamborada.
Los recuerdos del difunto estaban colgando de todos los rincones de la casa. Todavía estaba su gorra y su bastón en el perchero del recibidor. Había dejado escrito en el testamento que tenían que permanecer allí hasta que su nieto Indalecio hiciera veinte tamboradas llevando su túnica y su tambor.
El joven muchacho había heredado también su nombre, Indalecio. Por fortuna en el físico no había sucedido otro tanto, el abuelo, paticorto y barrigudo, era el retrato de Sancho Panza, en cambio el joven Indalecio era el retrato de Adonis, con unos ojos azulados y una barba pelirroja que él cuidaba con esmero. Sus uno noventa de estatura no soportaban la túnica del abuelo que le llegaba por la rodilla, pero aún así, mediante algunos arreglos, el día de la Tamborada la llevaba puesta.
La pobre Angustina, madre de Indalecio yunior, llevaba todo el día con la llantina, todo era pasar por el recibidor y le volvían los hipos y los suspiros. A la vecina de enfrente le había dado por decir que, por inspiración Divina, se había vuelto "vidente". Veía al abuelo Indalecio sentado en el sillón del recibidor que estaba debajo del perchero. Según la vidente, estaba esperando su gorra y su bastón para salir corriendo a ver a su nieto actuar en la tamborada de Viernes Santo.
Por fin Angustina tomó una decisión drástica, cogió la gorra y el bastón y lo puso encima del sillón:
-¡Toma padre! -Dijo con hipos incontenibles-, ya puedes ir a ver a tu nieto, y salió corriendo en dirección a la plaza de la iglesia, donde el estruendo había comenzado, un ruido ensordecedor se hacía eco en todos los rincones del pueblo. Muchos ancianos que ya no soportaban aquella situación de agobio se habían marchado a casa de algún familiar si no tenían segunda vivienda en el campo para ir a refugiarse.
Llegó sudorosa Angustina a incorporase al gentio. Vio a su hijo, que como un poseso, golpeaba con determinación furiosa una vez tras otra el tambor del abuelo Indalecio. Iba guapo a rabiar con su camisa blanca y su corbata roja que sobresalían por entre la abertura de la túnica morada. Le habían hecho un perfecto corte de pelo muy moderno y le habían arreglado sus cejas pelirrojas, que al igual que las pestañas, brillaban al Sol como si fuesen de oro, y es que..., la buena salud, reverbera en los jóvenes como mecha en un candil. Las lágrimas de Angostina eran en este momento, puro amor de madre orgullosa de su hijo.
Sintió nuestra madre emocionada, que alguien la tomaba por el brazo. Una voz chillona martilleaba en su oído, aún así, apenas podía asimilar lo que le estaba diciendo su vecina Remedios, la vidente:
-¡Es tu padre, Angustina, es tu padre el que toca el tambor! ¡Le veo con su gorra y su bastón! ¿No ves que a tu hijo le ha crecido la barriga? ¡Mira como se mueve el tambor queriendo salir por los aires!
-¡Sí, está muy guapo, mi Indalecio! Decía Angustina sin poder contener la emoción. Si mi padre pudiera verlo... Y lloraba, ahora movida por el recuerdo de su progenitor.
El joven Indalecio estaba viviendo una experiencia sin igual. Pasaban las horas golpeando con fuerza y él ni se enteraba. Su mente estaba en un estado de catalepsia inconcebible. Sangraban los nudillos de su mano y él, sentía que ésta, con voluntad propia, golpeaba de modo incontrolado y que no la podía sujetar.
¡Va por ti, abuelo! Decía en cada golpe.
¡No es él el que toca, es el abuelo! Decía Remedios la vidente a gritos.
-¡Sí, sí, mi hijo es todo un hombre, no dejará de tocar aunque se quede sin mano hasta que no den la orden!
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Este es precioso bonica
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